Van a poner el cuerpo para representar que el Estado “está ahí”. Son la encarnación de la promesa política: “no los olvidamos”. Y por eso sus gestos importan. Porque son lo único que realmente dejan.
Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)
Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero hay imágenes que valen una mancha entera en la historia. La de la presidenta Claudia Sheinbaum, llevándose el dedo a la boca para pedir silencio a las víctimas de los desastres naturales en Puebla y Veracruz, es una de ellas. Fue cuestión de segundos para que se volviera viral. El gesto, sacado de contexto o no, dolió. Porque no era solo una presidenta pidiendo calma; era la representante del país mandando a callar a un pueblo que grita entre el lodo, la pérdida y la desesperación.
Sí, hay contexto: la presidenta intentaba hablar, la gente no paraba de gritar, y ella —seguramente queriendo ser escuchada— hizo un gesto para pedir silencio. Pero los símbolos pesan. Y en política, los gestos valen más que las explicaciones. Ese “shhh” visual quedará grabado en la memoria pública tanto como el “¿y ustedes qué hubieran hecho?” de Peña Nieto o el saludo de López Obrador a la mamá del Chapo. Hay imágenes que no se borran. Esta, tristemente, ya es una de ellas.
Lo más grave no es el gesto, sino lo que representa: la desconexión absoluta entre quienes gobiernan y quienes sobreviven. Porque cuando el pueblo grita, no es por gusto: grita por hambre, por dolor, por miedo, por haber perdido todo. Y lo mínimo que espera es que alguien lo escuche, no que lo mande a callar.
Ahora, digámoslo claro: la presencia de un mandatario en una zona de desastre no sirve para resolver nada en lo práctico. Cuesta más de lo que ayuda. Para que llegue la presidenta, un gobernador o un alcalde, primero debe llegar su avanzada, su equipo de seguridad, su logística, su prensa, su protocolo, su caravana. Todo eso cuesta. Mucho. Lo que en realidad aportan no es asistencia material, sino simbólica. Van a poner el cuerpo para representar que el Estado “está ahí”. Son la encarnación de la promesa política: “no los olvidamos”. Y por eso sus gestos importan. Porque son lo único que realmente dejan.
Y ahí es donde los gobiernos de la 4T se están cayendo a pedazos. La empatía no se improvisa. No basta con el discurso ni con la foto. Hay que mirar a la gente a los ojos sin miedo, abrazar sin cálculo, escuchar aunque duela. Y eso, tristemente, es algo que parece haberse perdido.
Hablemos de Alejandro Armenta, gobernador de Puebla, que venía de un escándalo tremendo por su viaje en jet privado —un lujo difícil de explicar en tiempos de austeridad. Esta tragedia, sin ser oportunidad política, pudo haber sido un espacio para reivindicarse como líder cercano, humano, empático. No para “sacarle provecho”, sino para sanar su propia imagen ante la gente. Pero no lo hizo. Cumplió con la forma, sin alma. Y no porque no haya querido, sino porque —como muchos otros— no entiende que la cercanía no se decreta: se siente.
Luego está Rocío Nahle, gobernadora de Veracruz, que minimizó la tragedia diciendo que “el río se desbordó tantito”. Tantito. Una palabra que duele más que el agua misma. Porque cuando hay muertos, desaparecidos y pueblos enteros arrasados, no hay “tantito”: hay pérdida, y punto.
Y mientras tanto, el discurso oficial sigue creyendo que el chaleco guinda y las frases de “humanismo mexicano” alcanzan para conectar con la gente. Pero no. La 4T, que se vendió como el gobierno más cercano al pueblo, parece haberle perdido el pulso al pueblo. Ya no saben escuchar. Ya no saben mirar. Su comunicación está llena de filtros, slogans y excesos… pero vacía de empatía.
El problema no es que los políticos vayan a las zonas de desastre; el problema es que ya no saben para qué van. Creen que es para que los vean, cuando debería ser para ver. Creen que es para hablar, cuando deberían escuchar. Su presencia no es para dirigir, sino para acompañar. Pero prefieren posar.
Y lo más doloroso de todo es que este gesto —ese “shhh” de la presidenta— pasará a la historia como el símbolo del nuevo poder: un poder que ya no dialoga, que calla. Que se siente tan seguro en su popularidad, que olvida que los aplausos se apagan cuando hay hambre, y los votos no flotan cuando el agua lo arrasa todo.
Hasta aquí el chisme, lo viral, el tamal con crema… y también con pasas.
Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)