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La familia que encubre, el sistema que permite

Columna de opinión Adriana Colchado (@tamalito_rosa)

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¿cuántas cosas deben salir mal —y cuánta gente debe ser cómplice— para que una mujer pierda de vista a sus hijas durante tanto tiempo sin que nadie haga nada?

Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)

Tres años.
Ese fue el tiempo que Ana Karen Rodríguez tardó en recuperar a sus tres hijas, luego de que el padre se las arrebatara —a pesar de que ella tenía la custodia legal— y las mantuviera ocultas con ayuda de sus propios padres.
Tres años de golpear puertas, de escribir oficios, de ir a juzgados y de hablar con todos los medios que la quisieron escuchar. Tres años donde la justicia fue tan lenta como cruel.

Y aquí es donde me detengo: ¿cuántas cosas deben salir mal —y cuánta gente debe ser cómplice— para que una mujer pierda de vista a sus hijas durante tanto tiempo sin que nadie haga nada?

Porque este no es solo un caso de violencia vicaria.
Es un retrato de cómo el machismo se multiplica en familia, cómo los abuelos se convierten en cómplices del hijo agresor, cómo las instituciones prefieren no meterse, cómo los jueces miran a otro lado y cómo la madre tiene que volverse abogada, periodista y detective para recuperar lo que jamás debió perder.

La violencia vicaria es eso: castigar a una mujer a través de sus hijos. Usarlos como herramienta, como moneda, como castigo. Y sí, hay hombres que también sufren, pero la mayoría de las veces —y lo sabemos—, son las mujeres las que terminan pagando el precio emocional, económico y legal de un sistema que sigue creyendo en el “pobrecito papá al que no le dejan ver a sus hijos” y no en la mujer que sobrevive entre amenazas, denuncias y omisiones.

El caso de Ana Karen debería dolernos colectivamente, no solo por la historia, sino por todo lo que tuvo que pasar para llegar a un final más o menos justo.
Tuvo que haber denuncias ignoradas, jueces permisivos, funcionarios omisos y familias enteras actuando como redes de encubrimiento.

Lo más perverso de la violencia vicaria es que no la ejerce un solo hombre. La ejerce toda una red de personas —a veces hasta mujeres— que prefieren sostener la mentira antes que enfrentar la verdad. Y eso, en México, es un deporte nacional: la complicidad.

Complicidad de las familias que creen que “una madre exagera”.
Complicidad de los jueces que siguen creyendo que los hijos “deben ver a ambos padres” aunque uno sea violento.
Complicidad de las instituciones que archivan denuncias porque “es un tema familiar”.
Y complicidad también de una sociedad que siempre, siempre, duda de la palabra de una mujer.

Ana Karen no ganó porque el sistema funcione, ganó a pesar de él.
Ganó porque hizo ruido, porque no se calló, porque no tuvo miedo de incomodar.
Y lo logró gracias a una fiscalía que —esta vez sí— respondió con perspectiva de género, con Idamis Pastor Betancourt al frente.
Pero lo triste es que no todas pueden hacerlo.
No todas tienen los recursos, la red, la visibilidad o el temple para enfrentarse a un aparato entero que protege al agresor.

La violencia vicaria es una forma de tortura, y lo que hay detrás es un país que todavía protege más a los violentos que a las víctimas.
Porque mientras los hombres esconden a sus hijos para castigar a sus ex, el Estado sigue escondiendo su propia cobardía.

Hasta aquí el chisme, lo viral, el tamal con crema… y también con pasas.
Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)

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