Si destruir una fuente hiciera aparecer a las desaparecidas, si rayar un muro pudiera detener un feminicidio, si golpear una estatua curara el dolor de una madre que busca… yo misma empuñaría el martillo. Pero no es así. La piedra rota no devuelve a nadie, la pintura roja no es sangre que se limpia de la realidad, el patrimonio dañado no es justicia. Y lo sabemos.
El fin de semana vimos en el Zócalo de Puebla a mujeres encapuchadas, autodenominadas Morras Sororas Histéricas e Históricas, teñir de rojo la fuente de San Miguel y arrancarle pedazos a martillazos en el marco del Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada. Lo vimos todos, en videos donde ciudadanas comunes les pedían que pararan, donde las estatuas parecían sangrar polvo de siglos. Y también vimos el desenlace: policías municipales arrastrándolas hasta una patrulla, ellas resistiéndose, y después, horas más tarde, sus lágrimas al salir de prisión.
Lo confieso: intenté sentir empatía. Intenté conectar con sus abrazos, con ese discurso de “derechos humanos” a las puertas de la cárcel. Pero me fue imposible. Porque la sororidad no puede ser un cheque en blanco. No puedo abrazar como justa una acción que solo dejó ruinas. Protestar es legítimo. Indignarse es humano. Pero destruir por destruir no salva a nadie, no cambia nada. Solo nos aleja de la causa más noble: que la sociedad entera entienda el dolor de la violencia contra las mujeres.
He visto madres de desaparecidas marchar con las fotos de sus hijas colgadas al cuello. He visto familias enteras recorrer calles con la dignidad de su dolor a la vista. Nunca los vi con martillos. Nunca con capuchas. Ellos cargan ausencias, no piedras. Ellos gritan nombres, no insultos. Y esa diferencia duele: quienes verdaderamente han sido despojados de todo protestan con la cara descubierta.
Ahora, no faltó quien aprovechara para golpetear políticamente al alcalde Pepe Chedraui. Que si su policía violó derechos, que si fue represión. Y no: no las arrestaron por protestar, las arrestaron por destruir patrimonio. La policía actuó como debía, con uso de fuerza porque hubo resistencia, pero no hubo golpes ni tortura, solo las tuvieron que jalar. Si hubieran sido asaltantes o golpeadores, no tendríamos esta discusión. El problema es que como fue una fuente, la narrativa se puede manejar como “pobres chicas reprimidas”.
Y ojo: no defiendo a Pepe Chedraui a ciegas. Su administración tiene claroscuros. Pero usar este episodio para pegarle políticamente es bajo. Porque aquí no hablamos de represión ni de silenciar la voz feminista: hablamos de mujeres que eligieron destruir, fueron detenidas y enfrentaron consecuencias. Punto. La justicia no obedece al romanticismo, ni a la empatía, ni a lágrimas: la justicia es dura porque así debe ser.
La reflexión que me queda es amarga: quizá la rabia nos está comiendo el corazón del movimiento. Porque ya no buscamos convencer, sino desquitar. Y ahí es cuando la protesta se vuelve ruido y pierde eco. Ahí es cuando la sociedad deja de escuchar y empieza a señalar.
Me cuesta mucho trabajo ser sorora cuando veo que la lucha por la vida se confunde con la sed de destrucción. Me duele no poder empatizar con quienes deberían ser mis hermanas, pero lo digo claro: no podemos reducir el asunto a la burda y simplista cuestión de si un edificio importa más que una víctima. Una vida siempre será más valiosa que un monumento, pero un monumento roto jamás devolverá la vida que nos arrancaron.
Una vida no se salva a golpes de piedra.
Hasta aquí el chisme, lo viral, el tamal con crema… y también con pasas.
Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)
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