Anoche viví uno de los conciertos más espectaculares de mi vida: Shakira en el Estadio Cuauhtémoc. La barranquillera nos dio poesía, baile, poder latino y hasta terapia colectiva para sanar desamores. Antología me regresó a mi adolescencia, Ojos Así me hizo bailar y la Bizarrap Session 53 me hizo gritarle al aire “pa’ tipos como tú”. Pero entre todo ese empoderamiento combinado con melancolía, Puebla me recordó su otra cara: los franeleros siguen ahí, a pesar de que el gober amoroso insiste en que ya no.
Yo sí le creí. Salí con mi mamá, mi hermana y mi cuñada dos horas antes del concierto, convencidas de que llegar temprano nos salvaría del caos y de que el estacionamiento sería gratis y seguro, como lo ha repetido una y otra vez Alejandro Armenta. Que ilusas. La realidad fue otra: más de hora y media atrapadas en la Calzada, a vuelta de rueda, y ya desde dos kilómetros antes comenzaron a aparecer personas con franela en mano ofreciendo “lugar seguro” en la vía pública.
Yo todavía optimista pensé: “mejor me espero hasta el estadio, porque ahí sí hay control, ahí sí hay seguridad”, aunque la esperanza de encontrar lugar iba muriendo poco a poco. Llegamos a la puerta del Cuauhtémoc y -como ya nos sospechábamos- nos dijeron que el estacionamiento oficial ya estaba lleno. El reloj marcaba casi las nueve, el concierto -en teoría- estaba a punto de empezar, y entonces la adrenalina se mezcló con el pánico. Tuvimos que estacionarnos en la calle, como cientos más. Apenas apagamos el motor, una mujer se acercó con linterna en mano y la tarifa clara: $200 pesos.
Mi mamá, que no tiene pelos en la lengua, le dijo que era un robo. La señora insistió: “es ahorita o nada”. Y ahí es donde te topas con la realidad: o pagas o te arriesgas a salir y encontrar el carro rayado, sin espejos, sin llantas o con el vidrio estrellado. Y no, no me iba a poner al tú por tú con la 28 de Octubre, menos con mi mamá, mi hermana y mi cuñada conmigo. Así que sí: pagamos.
¿Lo más descarado? Los policías de tránsito a unos metros, viendo la operación a plena luz de las farolas, sin mover un dedo. Impunidad total. Y claro, alguien dirá “es que ustedes pagan y por eso siguen ahí”. Sí, lo sé. Pero uno paga porque sabe que el Estado no garantiza seguridad suficiente. Es un círculo vicioso: ellos cobran porque nosotros pagamos; nosotros pagamos porque tenemos miedo. Y ahí estamos todos, atrapados en una dinámica que lleva décadas.
Lo que más coraje da es que estas personas cobran por algo que no les cuesta un peso. No pagan nada, no invierten en nada, el espacio es público y aun así se adueñan de él como si fuera su empresa privada. ¿Qué te ofrecen? Un ‘cuidado’ que en realidad no garantiza nada, porque si algo le pasa a tu coche nadie se hace responsable. Y además lo hacen con tarifas ridículas, abusivas, como si estacionarte en la calle valiera lo mismo que un valet parking en Polanco. Es el colmo: apropiarse de un espacio que no les pertenece para lucrar con el miedo de la gente. Y lo digo con la herida fresca, porque hace apenas unas semanas me quedé sin auto más de dos semanas por un montachoques, otra historia que contaré después, pero que confirma lo mismo: ya no confiamos en que las autoridades hagan lo que les toca para proteger a los automovilistas. Estamos solos frente al caos, pagando por miedo.
Por eso, cuando escucho al gobernador repetir que en Puebla ya no operan estas prácticas, pienso: quizá en el papel, quizá en el discurso, pero en la calle, la realidad es otra. Y es peor cuando lo ves en un evento masivo, a plena luz de las patrullas, sin que nadie haga nada.
El concierto fue increíble, sí. Pero el mensaje que me quedó es que, entre poesía y pop latino, Puebla sigue cantando la misma canción desafinada: en el estadio Cuauhtémoc, los franeleros siguen siendo parte del espectáculo.
Hasta aquí el chisme, lo viral, el tamal con crema… y también con pasas.
Por Adriana Colchado (@Tamalito_Rosa)