La discusión sobre fast fashion en México tomó un giro inesperado este año: de repente, los políticos descubrieron que la licra y el poliéster barato también votan. No porque se hayan vuelto expertos en textiles (ojalá), sino porque por fin entendieron que el desastre ambiental del fast fashion ya no puede esconderse detrás de un vestido de 199 pesos que llega en cinco días desde China.
En la Ciudad de México, el Congreso aprobó reformas a la Ley de Residuos Sólidos para frenar la avalancha de prendas desechables ¡ya era hora! si seguimos al ritmo actual, para 2030 vamos a tener más playeras tiradas en tiraderos que diputados dispuestos a leer una iniciativa completa. Y es que la nueva ley exige recolección y reciclaje obligatorio, campañas de concientización y programas de economía circular, sí, muy bonito todo pero siendo honestos también es una jugada de marketing político: ahora resulta que legislar sobre basura textil te da estatus de “político consciente”. Y a falta de resultados, siempre queda la sustentabilidad como accesorio.
Mientras en México inventamos el hilo negro cada sexenio, Europa ya va en ventaja: tarifas, impuestos y multas. La Comisión Europea quiere eliminar la exención de aduanas para paquetes de menos de €150 y agregar una tarifa extra para el fast fashion. Francia, más radical (y con todo el estilo), mete eco-tasas de €5 por prenda barata, con miras a duplicarse para 2030. Traducción: si quieres vender ropa que se rompe después de dos lavadas, pagarás por contaminar, se nota que allá sí entendieron que regular moda rápida es más efectivo que cualquier campaña de “compra local”.
Hablando de esto, la industria local lo sabe desde hace años: el dumping textil de plataformas chinas no solo inunda el mercado, lo ahoga. Miles de diseñadores y maquilas mexicanas compiten contra precios imposibles y productos ultra barateros que llegan con un clic y sin impuestos y las reformas capitalinas buscan frenar esto… aunque con herramientas más bien simbólicas. La basura textil es un problema, sí, pero el dilema de fondo es político y económico:
¿cómo compites contra un modelo global que produce más rápido de lo que México legisla?
Aquí viene lo jugoso: estas leyes no son solo ecológicas, son branding puro. Los gobiernos que legislan moda ahora se venden como visionarios, éticos, verdes y conscientes. Un dream team de sustentabilidad en tacones, donde la etiqueta ecológica ya no es solo para la ropa, ahora adorna discursos, informes y conferencias.
Y las marcas responsables, las que usan fibras recicladas o locales, descubrieron que la ética también posiciona, porque no solo compras una prenda: compras una narrativa. La sustentabilidad se volvió un argumento de poder. Y es que claro: regular la moda rápida también puede encarecerla y cuando el consumidor vulnerable no puede pagar una prenda “responsable”, lo que se castiga no es al gigante asiático, sino al bolsillo mexicano.
Además, exigir reciclaje suena precioso… hasta que te das cuenta de que en muchas colonias ni siquiera hay recolección diferenciada y entonces, el fast fashion es un problema global; la infraestructura mexicana, no tanto. Y el gran reto sigue intacto: ¿cómo fortalecemos la industria textil mexicana sin que se convierta en otro discurso que se queda bien, pero mal ejecutado?
La moda rápida dejó de ser superficial para ser hoy un campo de batalla político donde se cruzan intereses económicos, discursos verdes y estrategias de imagen ¡Vestirse nunca había sido tan político!
Pero ojo: la moda puede ocultar muchas cosas, menos la falta de visión. La verdadera reforma llegará cuando la política deje de disfrazarse de sustentable… y empiece a serlo.