Esta no es una columna sobre moda, es sobre un daño emocional de una idea de perfección estética.
Existe una herida silenciosa que atraviesa a muchas mujeres en el mundo, una herida que no siempre sangra pero siempre pesa, es una especie de fatiga emocional que se instala entre la piel y la voz interna: ser mujer en esta sociedad es habitar un cuerpo vigilado, opinado y nunca “apto” para las expectativas ajenas, y lo más devastador es que no es una percepción individual, es una realidad estructural.
Desde muy pequeñas entendimos, sin que nadie lo explicara, que había una forma “correcta” de existir en femenino, que había una talla más válida, una cintura más aceptada, un rostro más celebrado... Y mientras crecíamos, la sociedad nos enseñó a medirnos, compararnos, corregirnos, nos enseñaron a ser “bonitas” y lo más cruel de todo, es que nos convencieron de que “ser suficientes” dependía de cuántas miradas aprobatorias pudiéramos coleccionar.
Vivimos en un mundo hipersexualizado donde el cuerpo de las mujeres sigue siendo un territorio de disputa, donde nuestro valor ha sido explicado, y exigido, desde la óptica masculina: del deseo, de la validación, del gusto ajeno. Así se fue construyendo una presión diaria que hoy pagamos con algo muy caro: ansiedad, depresión, trastornos alimenticios, operaciones estéticas peligrosas, noches de llanto frente al espejo… con salud mental rota. Es una realidad que vivimos dentro de una narrativa que convierte al cuerpo femenino en un proyecto infinito, medible, mejorable y editable. Todo lo que somos pasa por un filtro visual y esto no es casualidad, es un sistema cuidadosamente mantenido por redes sociales, medios, algoritmos y mercados que entienden perfectamente que una mujer insegura es una consumidora perfecta.
La búsqueda del cuerpo perfecto no es una aspiración superficial, es una fuente documentada de problemas de salud mental, pues la National Eating Disorders Association estima que las mujeres tienen 2.5 veces más probabilidad de desarrollar un trastorno alimentario que los hombres, no porque seamos más vulnerables, sino porque vivimos bajo una vigilancia constante de la mirada externa que se vuelve juez, verdugo y espejo, y el mensaje es cruelmente claro: vales en la medida en que gustes. Asimismo, otros estudios revelan que más del 70% de las mujeres jóvenes se sienten insatisfecha con su cuerpo, y la cifra aumenta entre adolescentes expuestas de forma constante a redes sociales ahí, más del 80% afirma sentirse presionada para lucir “perfecta”… una perfección que no existe, pero sí el costo emocional.
A esto se suma el auge de la cirugía estética como camino rápido hacia la aceptación, según la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética, en México, se realizan más de 900 mil procedimientos estéticos al año, muchos de ellos motivados por presión social, pero lo que casi nunca se menciona son las consecuencias como operaciones en clínicas irregulares, complicaciones graves, pérdidas irreparables. Mujeres que buscaron sentirse “mejor” y terminaron pagándolo con su salud, su estabilidad emocional o su vida. Los datos son brutales y no tendrían por qué haberse normalizado, pues más del 60% de las mujeres ha experimentado, antes de cumplir 20 años, un episodio de insatisfacción corporal severa y cerca del 70% de las jóvenes modifica o filtra sus fotografías con la intención de verse “más deseables”, como si su valor dependiera de encajar en un estándar imposible. No son cifras, son historias reales de cómo un sistema que nunca estuvo diseñado para nosotras nos empuja al límite.
Pero los números no cuentan lo que se siente, no cuentan el momento en que te miras al espejo y te preguntas por qué tú no, no cuentan el nudo en el estómago antes de tomarte una foto, no cuentan la culpa por comer o no comer, ni el silencio incómodo interno después de recibir un comentario que no pediste. Y definitivamente, no cuentan cómo una mujer va aprendiendo, sin querer, a odiar partes de sí misma que jamás fueron un problema… hasta que el mundo decidió que sí lo eran.
Las redes sociales, por otro lado, se han vuelto espejos que no solo deforman la figura, deforman la percepción. Lo que vemos ahí no son cuerpos, sino versiones optimizadas, calibradas y suavizadas de la existencia ¡un estándar imposible! pero repetido tantas veces que se vuelve norma emocional, y entonces, las mujeres empezamos a sentirnos en deuda con un ideal que nadie habita realmente, pero que todas cargamos.
Vivir en un mundo donde tu valor parece medirse por cuántas miradas atraes es desgastante, nos empuja a hipersexualizarnos para sentirnos válidas y, al mismo tiempo, nos castiga por hacerlo… Un equilibrio imposible, una contradicción diaria. Lo más doloroso es que esa hipersexualización no solo afecta la autoestima, sino que afecta la vida, afecta cómo nos presentamos al mundo, cómo caminamos, cómo nos vestimos, cómo nos relacionamos, afecta cómo nos miran, cómo nos juzgan, cómo nos desean, cómo nos “descartan”. Afecta nuestra confianza… pero también nuestra seguridad.
Porque en este sistema, incluso cuando una mujer logra un cuerpo “ideal”, sigue siendo “insuficiente”, pues siempre habrá otra referencia, otra comparación, otro juicio, es una deuda emocional que nunca termina de pagarse y la presión constante desgasta la autoestima hasta dejarla irreconocible. La mayoría de las mujeres vive en un estado de autoevaluación permanente, como si el cuerpo fuera un examen que nunca aprueban.
Hoy somos hijas de una cultura que nos enseña a competir con otras mujeres, a sexualizarnos para agradar, a tener un cuerpo “deseable”, a editar nuestra imagen hasta desaparecer en una versión que ni siquiera reconocemos. Y en este mundo que insiste en sexualizar, perfeccionar y corregir el cuerpo femenino, recuperar nuestra percepción (y nuestro silencio interno) se convierte en un acto de autonomía profunda, no se trata de abolir la belleza, sino de reivindicarla desde un lugar donde no duela.
Quizá el reto más grande para las mujeres hoy no es “aceptar su cuerpo”, como repiten los discursos vacíos de bienestar, sino deconstruir la idea de que nuestro valor se mide por cómo ese cuerpo se alinea con una estética aprobada por otros, en ese proceso incómodo, y doloroso, está la verdadera libertad. Quizá, ha llegado el momento de dejar de perseguir el cuerpo ideal… y empezar a recuperar el cuerpo real, el que nos acompaña, el que resiste, el que siente, el que tiembla, el que envejece, el que se rompe y se compone, el que merece respeto, descanso, ternura y existir sin ser evaluado, porque lo más revolucionario es habitarlo sin vergüenza, vestirlo como un acto de amor propio, y recordar que nunca fuimos nosotras las que estábamos rotas, estaba roto el mundo que nos exigió ser algo que nunca debimos ser.
Perdón, cuerpo, por haber querido parecer lo que no soy…