El celular que me regaló Don Prudencio

Por: Admin

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Desde que cumplí los 22 años, siempre supe que mi cuerpo podía ser una ventaja. No lo digo por presumida, pero es que en la colonia todos me miraban como si yo fuera algo prohibido. Especialmente los hombres mayores. Y uno en particular… don Prudencio.

Él era trabajador de gobierno.

Un señor como de 46, bajo de estatura, siempre oliendo a loción fuerte, con sus camisas fajadas y zapatos siempre bien boleados. Desde que tenía 17 me echaba miradas, pero solo hasta hace poco me animé a jugarle el juego.

Un día me lo encontré en el gimnasio, mi ropa: un shortcito bien pegado y una mini playera que dejaba poco a la imaginación.

Me saludó y se me acercó para decirme al oído:

—¿Qué harías por un celular nuevo, mija? Uno de esos que graban hasta en 4K…

Le sonreí y le contesté:

—Depende qué me ofrezca además del celular —le dije sin pena.

Él soltó una risita nerviosa y me dijo que, si yo lo complacía, me daría un celular nuevo y hasta un carrito usado que tenía guardado en su cochera. Y aunque me sonó a juego al principio… lo decía en serio.

Al día siguiente, me citó en unas oficinas que tiempo después supe eran bodegas con mercancía robada.

Llegué un poco temblorosa, no por miedo, sino por la emoción. Me había puesto mi ropa más atrevida.

Él me abrió y cerró de inmediato.

El lugar olía a cartón, a comida y a su loción intensa. Me miró de arriba abajo y me dijo con voz ronca:

—Con ese vestidito… me vas a matar, niña.

Me ofreció un zambuca, según él para romper el hielo.

Después puso música de una tal ‘Margarita’ la diosa de la cumbia.

Tres copas después me abrazaron como si me hubiera estado esperando por años. Me besó torpemente, con desesperación, y aunque no era un galán, la idea de tener tanto poder sobre él me emocionaba.

Le hice todo lo que me pidió… y más. Yo sabía que no era amor, pero en ese momento, el calor, la adrenalina, el sabor de lo prohibido… me hicieron olvidarme de todo.

—Ay, Dios mío… —murmuró—, ¿me quieres matar?

—No —le dije en su oído—. Solo quiero que cumplas tu palabra.

Al terminar, él se recostó, después se quedó recargado en mí, como si yo fuera su premio, su secreto, su vicio más oscuro y me dijo:

—Eres mejor que cualquiera de esas muchachitas que salen en videos… Mañana mismo tienes tu teléfono.

Y cumplió. Al otro día tenía en mis manos un celular nuevo, y dos semanas después, el carro. No era del año, pero funcionaba.

Aprendí que en esta vida no todo se consigue con trabajo duro… a veces se consigue con una sonrisa, un vestido corto, y sabiendo exactamente lo que un hombre quiere oír.

Hoy Don Prudencio esta en unas vacaciones, su imprudencia y su temperamento lo alejaron de esta ciudad.

 

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