En los últimos meses, el Congreso poblano se ha llenado de color, pero no por lo brillante de las iniciativas, sino por los textiles. Entre discursos de votación, las cámaras registran a diputadas poblanas que portan huipiles bordados y la pregunta surge, aunque incómoda pero necesaria ¿de verdad lo portan por convicción o solo por quedar bien?
La moda en el discurso político enseña que la ropa no solo viste, también narra. Cada prenda es una oportunidad de emitir un mensaje: pertenencia, empatía, identidad, resistencia. Pero cuando algunas prendas, como el huipil entran al pleno del Congreso, su significado se transforma, ya no es solo un símbolo de herencia o raíz, sino una estrategia de posicionamiento político, una tela de poder que cubre discursos y que es más barata que la credibilidad, más colorida que la rendición de cuentas y más rentable que una iniciativa legislativa.
El dilema no está en usarlo, sino en el personaje que lo utiliza como utilería política. El huipil es símbolo de pertenencia y herencia cultural pero hoy, en el Congreso, se ha convertido en una especie de “uniforme de empatía” porque claro, nada dice “represento a las comunidades” como un textil de mil pesos comprado en Polanco y usado solo el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Es el nuevo discurso político: “No sé legislar sobre desigualdad, pero mírame, traigo flores bordadas”.
En fashion marketing, la coherencia es el activo más valioso: no hay imagen sólida sin verdad detrás del atuendo. Una diputada que se dice defensora de la cultura indígena, pero nunca ha promovido leyes para proteger a las artesanas o reconocer su trabajo, cae en la contradicción más cara: la del branding vacío.
El huipil se convierte entonces en una prenda multiusos para una foto oficial, para cubrir las faltas de propuestas y si hay suerte, para ganar miles de like y salir en una nota en Moviendo Ideas.
En términos de marketing, el huipil funciona como marca puente: acerca a la élite con lo popular sin mezclarse del todo, es el equivalente textil del “yo tengo muchos amigos indígenas” diciéndolo mientras usan Chanel y media sonrisa. Porque sí, aunque parezca una crítica, es casi una master class de segmentación política: la audiencia rural se siente representada, la urbana se conmueve y las estadísticas de alcance se disparan. ¿Resultado? La identidad cultural, nuevamente, monetizada con suavidad.
Hoy el lujo no está en el traje de diseñador, sino en la autenticidad percibida. Por eso los políticos se visten “del pueblo” cuando necesitan votos y “del Senado” cuando hay coctel. El huipil se ha convertido en un discurso de moral portátil: te lo pones cuando necesitas parecer buena persona.
Y mientras tanto, las verdaderas artesanas, las que lo tejen con paciencia, historia y manos que no descansa, siguen esperando una ley que las proteja. Pero claro, eso no da tantos likes como un outfit con historia ajena.
El huipil no tiene la culpa. El problema es cuando lo usan como si fuera Photoshop moral: para suavizar discursos, cubrir contradicciones o decorar la indiferencia.
Porque los diputados han aprendido algo que las marcas saben hace mucho, que cuando no tienen un discurso ¡visten uno!