El síndrome de la lesbiana muerta

Por: Admin

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La ficción audiovisual condena a las mujeres que aman a otras mujeres a fallecer violentamente o desaparecer con el corazón roto. No hay final feliz para estos personajes homosexuales con los que muchos guionistas no saben qué hacer

 

Ni siquiera seis años de denuncia activa en redes sociales han conseguido encontrarle cura al síndrome de la lesbiana muerta. El patrón se repite una y otra vez. Las mujeres que aman a otras mujeres irrumpen en una ficción audiovisual cualquiera, sea del género que sea, del melodrama familiar a la serie negra nórdica, pasando por las comedias posmodernas de instituto, para acabar un par de capítulos después suicidándose, siendo asesinadas, padeciendo un atropello mortal o, en el mejor de los casos, haciendo mutis por el foro sin pareja y con el corazón roto. Es el viejo tropo narrativo Bury Your Gays (Entierra a tus gais) en su versión más extrema, la que se ceba con las lesbianas. La periodista estadounidense ­Kaitlin Havens tiene una teoría al respecto y acaba de exponerla en un artículo de la revista The Charlatan: los guionistas de cine y televisión siguen encarnizándose con los personajes homosexuales, sobre todo los femeninos, porque “no saben muy bien qué hacer con ellos”. Los introducen en sus ficciones “para captar a un segmento de público sexualmente diverso o alimentar una de las más recurrentes fantasías eróticas masculinas”, pero llegados a un cierto punto, cuando ya han cumplido su función, los liquidan sin el menor miramiento porque “los consideran accesorios y del todo prescindibles”.

La historia viene de lejos. La primera gran ficción lésbica de que se tiene constancia, Muchachas de uniforme, película alemana dirigida por Leontine Sagan en 1931, se exhibió en su día con dos finales distintos, ninguno de ellos feliz. En la versión estrenada en Estados Unidos, Manuela, la alumna de internado enamorada de su profesora, acababa suicidándose. En la europea, no tan inmisericorde, pero igual de prejuiciosa, era rescatada por sus compañeras y sometida a un proceso de reeducación.

A partir de 1934, el cine de Hollywood sistematizó la persecución de lo diferente al adoptar el Código Hays. En estas pautas de autocensura corporativa se trataba la homosexualidad como una perversión sexual. Se recomendaba mostrarla con un alto grado de ambigüedad y de cautela, y siempre que fuese castigada. Así ocurría incluso en películas de orientación progresista como La calumnia (William Wyler, 1961), con Shirley MacLaine transformada en una de las lesbianas muertas más célebres de la historia del cine. Para el viejo Hollywood, un final feliz no era el que hacía justicia a los personajes que lo merecían, sino el que restauraba la moral convencional.

Algo similar ocurría en la serie de la CBS Executive Suite, estrenada en 1973, una de las primeras producciones del prime time televisivo estadounidense con mujer homosexual a bordo. En un claro ejemplo de aplicación de esta lógica moralizante y estrecha de miras, Julie (interpretada por Geraldine Brooks) sufría un atropello mortal instantes después de asumir de una vez por todas que estaba enamorada de su íntima amiga Leona. En su caso, como ocurriría en muchas ficciones posteriores, la muerte la sorprendía con apenas un pie fuera del armario, recién embarcada en un proceso de aceptación personal que los responsables de la serie optaron por cortar de raíz, antes de que los llevase demasiado lejos.

El año 2016 fue cuando el sector más comprometido de los fans decidió tomar cartas en el asunto. El ­colectivo ­LGTBIQ+ Fans Deserve Better se asomó a las redes en respuesta a una afrenta particularmente dolorosa: la muerte de Lexa, el personaje de la actriz australiana Alycia Debnam-Carey en la serie de ciencia ficción The 100. Tal y como explica Havens, “el romance entre Lexa y Clarke fue uno de los contados ejemplos de relación no disfuncional entre mujeres poderosas que ofrecía la televisión de la época, y resulta muy significativo que los guionistas, en lugar de explotar ese filón tan prometedor, optasen por matar a Lexa y traer así de vuelta a Clarke a la normalidad de las relaciones heterosexuales”. Tras protagonizar una intensa campaña en redes en la que incitaban a los productores de la serie a “hacerle justicia a Lexa”, los miembros del colectivo lanzaron un estudio sobre el maltrato sistemático al que la ficción televisiva estadounidense sometía, en su opinión, a las lesbianas. Analizando las tramas de las series estrenadas entre 1976 y 2016, llegaron a conclusiones tan significativas como que solo el 16% de las mujeres homosexuales o bisexuales representadas en ellas habían disfrutado de un final feliz para sus relaciones de pareja, mientras que más del doble (ese 34% que permite hablar de un síndrome en toda regla) habían acabado muriendo de manera más o menos truculenta.

El análisis se ha seguido actualizando desde entonces en un intento de identificar si el síndrome de la lesbiana muerta se recrudece o decrece. Y todo parece indicar que se mantiene estable, con fases de remisión seguidas de repuntes inexplicables. Ni siquiera la irrupción de la televisión por cable y el éxito de ficciones queer de sensibilidad contemporánea como The L World (2004-2009) han conseguido aumentar de manera significativa la esperanza de vida de las lesbianas catódicas. Es más, aunque a partir de la década de 1990 los personajes no heteronormativos tienen cada vez mayor presencia en las ficciones, los autores del estudio sugieren que ahora mismo se está produciendo una regresión inesperada cuyo arranque puede datarse en torno a 2014. Ellos la asocian no solo a que el 86% de los guionistas de las series mainstream sigan siendo hombres, sino también al auge en el mundo occidental de la derecha populista. Puede que se trate de una correlación un tanto forzada, el enésimo intento de convertir la producción cultural en escenario preferente de nuestras cuitas ideológicas. Pero que el bosque no nos impida ver los árboles: no deja de ser verdad que las décadas pasan y las lesbianas de ficción siguen siendo privadas una y otra vez de finales felices y una esperanza de vida razonable.

 

MIQUEL ECHARRI/ EL PAÍS