La religión, la familia, la violencia y la cultura ancestral pesan sobre las mujeres afganas para llegar vírgenes al matrimonio, una prueba que pueden pedir tanto los padres como las autoridades
La trama de la historia de amor entre Leila y Ehsan gira en torno al honor, la religión, la familia, la violencia, el tribalismo, la cultura ancestral y la cerrazón. La aparición en escena de los talibanes y la instauración del Emirato Islámico de Afganistán complican aún más el histórico desamparo de la mujer —y algunos hombres— en este país centroasiático ante los conocidos como crímenes de honor, según la organización Human Rights Watch (HRW). Pese a todo, estos Romeo y Julieta de Kabul luchan para evitar su separación. Con ese propósito, y en un contexto de presión creciente sobre las mujeres, la joven se ha sometido a una operación para reconstruirse el himen.
Leila, 22 años, etnia tayika. Ehsan, 22 años, etnia pastún. Ella, estudiante de Tecnología Sanitaria. Él, de Económicas. Unieron sus vidas hace tres años. Desde entonces, aunque no conviven, tratan de tener un proyecto en común en la capital de Afganistán. Dan por hecho que compartir techo, ser independientes y decidir su futuro por ellos mismos es casi una utopía. Pero se resisten a seguir el camino que otros, generalmente sus familias, deciden por ellos. Acceden a contar su historia a EL PAÍS, que no publica sus nombres reales, aunque son conscientes de que su vida corre peligro.
La pareja no descarta la posibilidad de intentar fugarse del país y liberarse de las ataduras pese a lo arriesgado del plan. Él se muestra más decidido que ella. Esa huida del entorno familiar está considerada un crimen moral no tipificado en las leyes afganas, pero castigado finalmente a través de la aplicación de la jurisprudencia más rigorista que la Constitución del país permite en estos casos. La legislación afgana considera también un delito la zina, las relaciones sexuales entre personas que no han contraído matrimonio. Por eso, Leila y Ehsan, pueden ser también perseguidos y castigados.
“Los llamados crímenes de honor, incluido el asesinato, son un grave problema en Afganistán. Y corre el riesgo de empeorar con los talibanes de nuevo al mando debido a sus políticas y actitudes misóginas y porque el sistema para responder a la violencia de género ha sido destruido por los talibanes”, comenta Heather Barr, directora asociada del área de mujeres de HRW con experiencia como investigadora en Afganistán. En el nuevo gabinete del Gobierno afgano acaba de desaparecer el Ministerio de la Mujer, el que supuestamente estaba encargado de darles protección. Va a ser sustituido por uno para la promoción de la virtud y contra el vicio, una especie de policía de la moral.
El noviazgo en la clandestinidad de Leila y Ehsan ha vivido como un terremoto el anuncio por parte de la familia de ella de que ya tienen un marido con el que ha de casarse. La boda está prevista dentro de seis meses con alguien de quien ella no está enamorada ni a quien ha elegido. Algunos testimonios recogidos en las últimas semanas en Afganistán confirman que los matrimonios acordados no son una rémora del pasado ni se circunscriben en exclusiva a zonas remotas del país. Ni siquiera se vinculan al rigorismo fundamentalista de los talibanes. Algunos universitarios reconocen entre risas que ellos se casaron sin rechistar con la mujer que les pusieron delante. Algunas chicas han manifestado que ansían poder liberarse de esa imposición. Leila y Ehsan tienen medio año por delante antes del apaño matrimonial para tratar de poner tierra de por medio.
Pero, conscientes de que el viento sopla en su contra, hace cuatro semanas que ella se ha sometido a una intervención clandestina de reconstrucción del himen. Llegar sin ser virgen al matrimonio supondría no solo una deshonra para las dos familias, sino que podría convertirla en una apestada o incluso poner en grave riesgo su vida. Ella misma, poco locuaz, lo escenifica haciendo el gesto de cortarse el cuello. Las pruebas de virginidad siguen siendo frecuentes en Afganistán a petición tanto de las autoridades como de las propias familias, señala Heather Barr, de HRW.
“Quiero ayudar a que las chicas tengan una vida libre y alegre. Hemos nacido para vivir libres, ese es nuestro derecho”, defiende Shakila, la médica de 30 años que llevó a cabo la operación de Leila. “Por eso es para mí tan importante restaurar el himen de todas ellas. Tenemos una religión que prohíbe a una chica tener relaciones sin haberse casado. Y la que no se casa tiene que estar con su himen intacto”, añade sin esconder que vive aterrada ante la posibilidad de que sea descubierta. Ni siquiera lo sabe su marido, con el que afirma se casó por decisión propia y vive contenta. “Me mataría”, concluye.
Shakila, que trabaja en un hospital privado donde no se imaginan su doble vida, se define como “doctora y feminista”. Calcula que ha llevado a cabo más de 70 reconstrucciones de himen desde hace siete años, antes incluso de ser médico. Las realiza en habitaciones de casas particulares con anestesia local y su propio instrumental. Asegura que es “sencilla” y no entraña “ningún riesgo”. Más que en las dudosas condiciones en las que desempeña su trabajo, prefiere centrar el discurso en el resorte que la mueve a su activismo. “Si no tienes el himen cuando te casas te pueden matar”, advierte.
Dice que el precio de cada intervención ronda los 500 dólares (unos 430 euros), pero no siempre logra cobrarlos porque la mayoría de las personas que acceden a ella —el 90% calcula— son de clase media o baja. Las mujeres suelen contactar con ella a través del boca a oreja y hay ocasiones, añade, en que son los propios padres de la chica los que se lo piden, sobre todo tras casos de violación.
En 2012 había unas 400 niñas y mujeres encarceladas en Afganistán por crímenes relacionados con la moral, el principal que las lleva a prisión, según un informe de HRW que elaboró sobre el terreno Heather Barr. Con esos encarcelamientos, las autoridades lanzan un mensaje a aquellas que tratan de evitar los matrimonios forzosos, las violaciones, la violencia en la familia u otros abusos. Esas normas no escritas que encorsetan el comportamiento de la mujer afgana son mucho más estrictas en las zonas rurales. La simple acusación de zina, a menudo por maridos, hermanos, padres u otros familiares, basta para que las autoridades las persigan sin necesidad de pruebas. El laberinto policial y judicial suele jugar en su contra, según el informe de HRW para el que fueron entrevistadas más de 50 mujeres.
El incremento del número de mujeres policía en los últimos 20 años se consideró un avance importante para apoyar la defensa de los derechos de las mujeres pese a que su presencia estuviera centrada en áreas urbanas. Con el emirato, esa figura ha desaparecido salvo contadísimos casos en los que el trabajo no pueda ser llevado a cabo por un hombre.
Leila, con vestido largo negro y pañuelo del mismo color sobre la cabeza, observa entre dudas la determinación con la que su novio afirma que va a luchar por salvar su amor. Él es más que consciente de que el hecho de ser de etnia pastún es otro obstáculo ante la familia de su novia, de etnia tayika. “Tenemos que buscar la manera de seguir juntos”, comenta él, que luce un tradicional perán tumban (camisa larga sobre pantalón bombacho) de color azul.
La última vez que mantuvieron relaciones fue en casa de unos amigos. Ahora esos devaneos con la complicidad de los más próximos se han frenado ante los planes familiares de casar a Leila. No demostrar la primera noche su virginidad puede costarle caro. “En mi mentalidad, como doctora, quiero que disfruten igual que los chicos, que es en realidad ayudarlas a hacer lo que aquí no se puede hacer”, reconoce Shakila. Pero con un desparpajo impropio en este país más que recatado, la médica aclara la cruda realidad que se cierne sobre los Romeo y Julieta de este reportaje: “Ahora no pueden ni practicar sexo anal. Eso es una zona muy estrecha y pondría en riesgo la operación”. Y su propia vida.
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear año y medio por Madrid y sus alrededores. Antes trabajó durante 22 años en el diario Abc, de los que ocho fue corresponsal en el norte de África. Ha sido dos veces finalista del Premio Cirilo Rodríguez.