EMEEQUIS.– El pueblo entiende con más facilidad los símbolos que los argumentos. El símbolo concentra una gran cantidad de significado en una sola imagen, mientras que el razonamiento pone a prueba la inteligencia del público y exige, para ser entendido a cabalidad, un esfuerzo mental que poca gente puede o quiere realizar. Los políticos utilizan símbolos para conquistar o conservar el poder y López Obrador domina ese arte mejor que nadie. Su renuncia al avión de la presidencia, la metamorfosis de Los Pinos en recinto cultural, la ceremonia en que un líder indígena lo ungió como tlatoani en el zócalo y la onerosa cancelación del aeropuerto de Texcoco fueron símbolos de cambio aplaudidos por su nutrida clientela política.
Pero en el manejo de los símbolos, AMLO tiene al norte del río Bravo un rival marrullero y déspota, que ha volcado contra México el rencor social de los supremacistas blancos. El muro fronterizo que Trump ya empezó a construir quizá no tenga ninguna utilidad práctica, pero su valor simbólico le ha redituado millones de votos. Además de habernos llamado ladrones, narcotraficantes y violadores, el presidente de Estados Unidos libra en estos días una enconada batalla judicial para deportar a los dreamers, los hijos de inmigrantes ilegales que llegaron de niños a Estados Unidos. El encuentro de AMLO con Donald Trump en Washington tiene, pues, una carga simbólica denigrante, no sólo para López Obrador, sino para el pueblo que lo eligió. El presidente de México aceptó ser matraquero electoral de nuestro peor enemigo (la ausencia de Justin Trudeau en el encuentro invalida el pretexto de celebrar la entrada en vigor del Temec), para agradecerle que se haya valido de una extorsión artera cuando lo obligó a emplear la Guardia Nacional contra los inmigrantes centroamericanos. Los neonazis que asisten a los mítines de su Führer festejarán a risotadas esta caravana servil.
Invocando la razón de Estado, López Obrador antepuso el pragmatismo al simbolismo, pero ni siquiera en el terreno del interés económico lleva las de ganar. Como ha señalado el ex canciller Bernardo Sepúlveda, su deferencia con Trump puede malquistarlo con Joe Biden, el favorito para ganar las próximas elecciones en Estados Unidos. Se trata, pues, de un pragmatismo equivocado que tal vez pagaremos caro a partir del año próximo. Al parecer le tiene sin cuidado perder prestigio ante la izquierda latinoamericana, tal vez porque nunca ha pretendido ser un líder con proyección internacional. Pero una cosa es dejarse humillar en privado y otra humillar en público a todo el país. Por más que intente parangonarse con Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, su mansedumbre lo condena a ocupar en la historia un lugar semejante Peña Nieto.
En materia de política exterior, la 4T se ha cargado más a la derecha que los gobiernos panistas. En el sexenio de Fox México era miembro del Consejo de Seguridad de la ONU y votó en contra de la intervención estadunidense en Irak, sin temor a las posibles represalias de Bush. Los incondicionales de AMLO argumentan que los empresarios y sus voceros lo acusarían de poner en peligro la economía mexicana si se enfrentara con Trump. Es posible que así ocurriera, pues la oligarquía mexicana jamás se ha caracterizado por su celo nacionalista. Pero lo menos que se le puede pedir a un reformador moral es fidelidad a sus principios. ¿O acaso le estorban cuando la defensa de una causa justa puede significar una merma de su poder?
Hace un par de semanas, López Obrador deploró que el cómico Chumel Torres haya sido invitado por el Conapred a un debate sobre discriminación. “Es como si invitaran a un debate sobre derechos humanos a un terrorista”, dijo. Comparto el enojo del presidente, pues creo que el humor racista y clasista es un cáncer que deberíamos extirpar de nuestra cultura. Pero condenar a Chumel y después acudir alegremente al encuentro con el campeón mundial del racismo equivale a renegar de su simbología redentora y adoptar la del patrón que le truena los dedos. Los mexicanos que viven dentro y fuera de México ya tomaron nota del mensaje implícito en esta significativa incongruencia: “Me opongo al odio racial cuando lo fomentan los débiles, pero tolero y minimizo el racismo de un líder más poderoso que yo”.
Tanta fiereza para aplastar a una cucaracha y tanta blandura con el Goliat del norte dejan traslucir una moral acomodaticia, para decirlo en palabras suaves. A pesar de su talante bravucón, López Obrador se agacha cuando teme que una amenaza externa pueda debilitarlo. Ataca todos los días a científicos, intelectuales, ecologistas y periodistas, pero ha hecho buenas migas con Trump, con el ejército, con el Cartel de Sinaloa, con las iglesias, con el Partido Verde y con los magnates que lo cortejan por interés. Dime con quién andas y te diré quién eres.