Cuando el coronavirus aterrizó en México, Gerónimo Martínez abrió una cerveza fría para celebrar. Sentado en el taller donde trabaja hace 25 años, imaginó con una sonrisa que habría miles de muertos en el estado y cientos de miles de personas desbordando los panteones. Fantaseó con todos esos funerales y aquella noche de finales de febrero se fue a dormir con la seguridad de que, ahora sí, terminaría la casa que construyó para su esposa y dos hijos.
A la mañana siguiente, diez días antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara al Covid-19 como pandemia, hizo una llamada telefónica: del otro lado de la línea, a dos horas y media en auto, contestó “Micky”, un carpintero con manos tan grandes como sus orejas, que suele serruchar, en solo unos minutos, pinos y oyameles que tardaron décadas en crecer en la zona boscosa de Agua Blanca, Hidalgo.
“¿En cuánto tiempo me puedes traer 400 tablas de pino?”, preguntó Gerónimo a “Micky”, hijo mayor de la familia Reyes, una de las 10 que están dedicadas a talar árboles clandestinamente en esa área forestal. “Se viene lo mero bueno, compa, y quiero estar preparado”.
Tres días después, de madrugada, llegó una camioneta desvencijada hasta el taller de Gerónimo en el municipio hidalguense de Tlaxcoapan, un pequeño pueblo de 30 mil habitantes donde la principal actividad económica es hacer ataúdes de madera a mano. Protegidos por la penumbra, él, el talamontes y otros dos trabajadores descargaron la madera cortada ilegalmente y la escondieron en una bodega con una Virgen de Guadalupe y una cadena con candado como protección.
Gerónimo sonrió. Ya tenía suficiente madera para cubrir la demanda de ataúdes por la pandemia. De nuevo, imaginó muchas muertes, muchos funerales, mucho dinero, así que gustoso pagó 10 mil pesos a “Micky” y una propina a sus trabajadores.
Los cuatro se sentaron hasta el fondo de esa maderera sin nombre y, felices, abrieron más cervezas para celebrar que la tala clandestina había encontrado un negocio pujante en medio de la crisis por coronavirus.
Taller con madera ilegal para elaboración de ataúdes.
ATAÚDES DE HASTA 2 MIL PESOS
El negocio de la tala clandestina es tan grande y devastador como un bosque en llamas.
A nivel mundial se cree que vale unos 327 mil millones de dólares anuales, según la ONU. En México, no hay cifras precisas por sus costos incalculables: desde la destrucción del ambiente hasta la cadena de corrupción que empieza en un bosque solitario y termina, en este caso, en un ataúd barato.
En México, quienes talan ilegalmente tienen 98% de posibilidades de no ser castigados, de acuerdo con la cifra negra de delitos ambientales. Y tienen 100% de posibilidades de no entrar en las listas de los criminales más buscados por “asesinar” un oyamel de un siglo, desde que la estrategia de seguridad del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador abandonó la misión de ir tras líderes criminales.
Esa impunidad transformó a las viejas familias que talaban árboles sin permiso para construir sus casas o vender un poco de leña en poderosas organizaciones delictivas que cargan con armas de uso exclusivo del Ejército y matan a los defensores de la tierra que se les atraviesan.
Sus clientes son cualquiera que esté dispuesto a ignorar que la madera está barnizada con sangre: constructoras, hoteles, mueblerías. Y ahora, en la pandemia, se reabrió otra industria: los ataúdes económicos para los muertos por Covid-19.
Se muestran algunas láminas producto de esta actividad.
“Nosotros tenemos ataúdes de hasta 2 mil pesos”, cuenta Gerónimo, tratando de venderme su modelo más económico. “Allá en Ciudad de México te sale en 8 mil, 10 mil pesos. Anímate, ándale. Está de buen precio porque nos ahorramos los papeles”.
Desde que comenzó la pandemia, en marzo pasado, Gerónimo ha pagado unos 25 mil pesos a los talamontes, solo en madera para ataúdes. No es el único: dice que otras 30 familias con talleres en Tlaxcoapan han pagado cantidades similares o hasta 50 mil pesos. En menos de tres meses, “El Micky” y su familia se embolsaron casi un millón.
“Se están haciendo ricos”, dice Gerónimo, quien orgulloso me enumera su catálogo: hay ataúdes reforzados para personas con sobrepeso, para niños y para bebés. “También te hacemos urnas para las cenizas de tu familiar con madera económica. Tú pide”.
La pandemia resultó un negociazo para los que devoran los bosques.
CORTAR 40 ÁRBOLES EN 20 MINUTOS
Hace ocho meses, en septiembre de 2019, el gobernador de Hidalgo, Omar Fayad, firmó un acuerdo junto con el gobernador poblano, Miguel Barbosa, para perseguir a los talamontes, que cada año le quitan 10 mil hectáreas de árboles a su estado. El anuncio sembró una brevísima esperanza entre los defensores de los bosques, pero la realidad la arrancó de raíz.
“De vez en cuando, las autoridades del estado detienen alguna camioneta cargada de troncos y la ponen a disposición de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente. Pero semanas o meses después se las entregan a los taladores”, cuenta César Godínez, integrante del grupo defensor de los montes y agua en Acaxochitlán, Hidalgo, donde opera la violenta familia de talamontes Canales Templos. “Aquí es común ver camionetas cargadas de madera ilegal y la patrulla un poco más adelante o un poco más atrás cuidándolos”.
En Tlaxcoapan es fácil saber dónde se hacen los ataúdes con manera clandestina: el sonido de las sierras y el olor a solvente suele flotar desde puertas que casi nunca se abren y que tienen viejos sellos rotos. Las empresas más pequeñas surten féretros al estado y las más grandes, donde trabajan hasta 80 personas, entregan a todo el país, especialmente a la Ciudad de México, el epicentro de la pandemia.
Para avanzar al mismo ritmo que la muerte, los talamontes trabajan día y noche derribando árboles. Otra familia criminal de la zona, Los Negros, tiene maquinaria y gente suficiente para cortar hasta 40 árboles en 20 minutos. Filiberta Nevado, reconocida activista ambiental en la zona, asegura que sus “víctimas” predilectas son pinos con más de 200 años.
El negocio resultó tan lucrativo, y de tan bajo riesgo, que Tlaxcoapan ya no es el único municipio donde se hacen ataúdes ilegales. El negocio migró a más pueblos. En la localidad de Doxey, Amado Ramírez ofrece afuera de su taller –sin nombre ni rótulos– féretros económicos hechos con madera chueca que compran a los talamontes León, una de las familias más poderosas en las áreas boscosas del municipio Singuilucan.
“¿Te acuerdas cuando explotó el ducto de Pemex en Tlahuelilpan, acá cerquita?”, me pregunta Amado con una sonrisa de oreja a oreja. “Ah, pues yo fui el que vendí los ataúdes. Baratitos, baratitos”.
TODOS NOS VAMOS A MORIR
Ataúd hecho en Tlaxcoapan.
A Gerónimo Martínez el sueño le duró poco. La procesión interminable de muertos por Covid-19 que tanto anhelaba se convirtió con el paso de los días en un ligero repunte de ganancias por ataúdes económicos. El fin de semana que conversamos, Hidalgo tenía mil 200 casos confirmados y 210 muertos por coronavirus, mucho menos de los que imaginó.
“Cuando salió la recomendación de que mejor se cremaran los cuerpos, pues sí me puse triste, la verdad”, dice, mientras le da un sorbo a su cerveza. “Lo bueno es que en muchos lugares de todos modos la tradición es hacer un entierro”.
La tarde que conversamos, aún tiene cientos de maderos en su negocio esperando a transformarse en ataúdes. Pero eso no le borra la sonrisa. Al contrario, dice, está optimista: está seguro de que el invierno traerá un segundo rebrote del virus sin cura y entonces no solo ocupará la madera que hoy tiene en su patio, sino que podrá encargar más al “Micky”.
“Afortunadamente, siempre habrá trabajo. Todos nos vamos a morir y todos queremos que nos salga barato”, dice riendo, enseñando una dentadura café como corteza seca.
“Pero bueno, ¿sí se va a animar a comprar? Le sale barato”.
@oscarbalmen