Estados Unidos vive días extraños. Los protocolos para el traspaso ordenado del poder, tan venerados como la propia República americana, se ven ahora en peligro por la negativa del actual ocupante de la Casa Blanca a reconocer su derrota. Se trata de un rito laico, una liturgia democrática por la que el perdedor no sólo admite su derrota, sino que, al aceptar el triunfo de su rival, le entrega la legitimidad para que prosiga, como en una carrera de relevos, la búsqueda de esa “unión más perfecta” que prescribe la Constitución. Es también un mensaje a todos los ciudadanos, especialmente a los que estuvieron en el bando perdedor, de que llegó el tiempo de sanar heridas. En el libro que acaba de publicar, Una tierra prometida (Editorial Debate), el expresidente Barack Obama recuerda la impresión que le causó la elegancia con la que Bush y su familia oficiaron ese deber. “Me prometí a mí mismo”, escribe, “que cuando llegara el momento trataría a mi sucesor de la misma forma”. Su sucesor fue Donald Trump. Así que, en una conversación que mantuvimos el domingo pasado en Washington, le pregunté si, efectivamente, así lo hizo, con elegancia.
—Sí, lo hice.
—¿Fue duro?
—Un poco… sí. [Obama no puede evitar una sonrisa de admisión cómplice en este momento]. Pero aun así llamé a Donald Trump la noche de su elección para felicitarle, cuando el margen de su victoria con respecto a Hillary Clinton era el mismo que el margen que tiene Joe Biden en estas elecciones. No retrasé la llamada durante semanas ni fingí que no había pasado lo que había pasado. Unos días después, invité a Trump y a Melania a la Casa Blanca. Pedí a todos mis equipos y departamentos que prepararan los manuales de transición. Pero parece que no se los leyeron. Uno de ellos versaba sobre cómo abordar una posible pandemia. Ese traspaso pacífico de poder entre partidos es parte de lo que hace funcionar a una democracia.
—Lo que nos lleva a lo que está pasando ahora. No es que Trump no haya invitado a Joe Biden a la Casa Blanca, es que ni siquiera ha reconocido su derrota. ¿Se hubiera imaginado que algo así pudiera ocurrir? ¿En su país?
—Ni me lo hubiera imaginado hace cuatro años. Me entristece reconocerlo, pero no me sorprende que Donald Trump se esté comportando así al final de su presidencia. Michelle y yo hemos hablado mucho al respecto, especialmente durante las últimas cuatro semanas. Ella es más pesimista sobre la naturaleza humana. Pero yo tiendo a ser más optimista. E intento recordarle que, cuando nací, en gran parte de Estados Unidos, en este hotel, por ejemplo, no había clientes afroamericanos. Si usted y yo hubiéramos estado juntos, lo más probable es que yo hubiera cargado con sus maletas. Eso lo he visto yo. Y, sin embargo, aquí está usted sentado con un expresidente de Estados Unidos. Por muy frustrantes y descorazonadoras que puedan resultar a veces las noticias, 59 años en la historia de la humanidad es un parpadeo. Y eso es progreso. También en otras partes del mundo. Cuando nací, España no era una democracia y Europa aún se estaba reconstruyendo tras una guerra en la que habían muerto más de 60 millones de personas.
1. Un país dividido
El hotel en el que estamos sentados, el Fairmont, se encuentra en Georgetown, un barrio de la capital federal que acoge a la universidad del mismo nombre. El sábado por la mañana lució soleado y cálido, un tiempo excepcionalmente acogedor para mediados de noviembre. Los estudiantes abarrotaban las terrazas de cafés y restaurantes, en calles alineadas con casitas de ladrillo visto, en un ambiente de serena tranquilidad. A pocos kilómetros, sin embargo, todo era vocerío. Miles de partidarios de Trump, venidos de todo el país (en Washington, el 90% votó por Biden), ocuparon el enorme espacio público entre la Casa Blanca y el Capitolio, con pancartas que denunciaban un fraude que no existe más que en sus cabezas y que anticipaban, ya de paso, el apocalipsis. Derrotado por el sol, un señor mayor sentado en la acera sostenía un cartelón que rezaba: “Si Biden llega a la Casa Blanca será el final de EE UU”.
Sobre la polarización: “La sociedad norteamericana está profundamente dividida”
Toda esa crispación empezó hace cuatro años; o quizá antes aún. Tras dejar la Casa Blanca, Obama embarcó, junto con su esposa, para su último viaje en el Air Force One. “Rumbo al oeste”, sin precisar más, escribe en su libro, casi 1.000 páginas, el primero de dos, en el que recorre su improbable ascenso de oscuro legislador en Illinois al Senado de Estados Unidos; y de ahí, casi sin solución de continuidad, a candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, esperanza de millones de estadounidenses en un cambio largamente demorado y, finalmente, tras una explosión de júbilo como no se había visto en décadas, al Despacho Oval. Aquel día, a bordo del avión presidencial, sin embargo, su estado de ánimo era agridulce “por los inesperados resultados de unas elecciones”, escribe, que llevaron al poder a “un sucesor con unas ideas diametralmente opuestas a las nuestras”. Lo que vino después no mejoró las cosas. Así que le pregunto por su estado de ánimo esos cuatro años.
—No cabe duda de que Trump ha hecho mucho daño en Estados Unidos y en el resto del mundo. Si se ignora a la ciencia, si se ignoran los datos, entonces la pandemia se agravará. Si se alienta o se muestra cierta tolerancia hacia comportamientos racistas, entonces quienes albergan esos impulsos se sentirán más motivados para desplegarlos. Si se recibe a dictadores con los brazos abiertos, entonces el compromiso con la democracia se verá disminuido. Durante los últimos cuatro años, ha habido momentos en los que he sentido frustración, en parte porque mi primer mandato comenzó en 2008 [tomó posesión en enero de 2009], cuando Estados Unidos comenzaba a sufrir los efectos de una crisis financiera global. Luego estaba la guerra de Irak [que empezó con Bush, su antecesor], que dividió a la sociedad estadounidense y aisló a muchos de nuestros aliados. Durante ocho años, trabajamos muy duro para recuperar la posición de Estados Unidos en el mundo y para reconstruir la economía. Cuando finalizó mi segundo mandato, el país ocupaba una posición fuerte. Y luego ves cómo todo ese progreso se disipa sin que haya necesidad de ello. Sí, a veces es muy frustrante, sin duda.
Sobre Trump: “Si se ignora a la ciencia, si se ignoran los datos, entonces la pandemia se agravará”
—¿Y ahora con la elección de Biden?
—Lo que han demostrado estas elecciones es que la sociedad estadounidense está profundamente dividida. Algunas de esas divisiones ya estaban presentes antes de la llegada de Donald Trump, y seguirán ahí cuando se vaya. Pero lo que sí está claro es que Trump ha avivado el fuego de la división. Sé que Joe Biden, por instinto y por carácter, buscará reconectar al país porque es un unificador. Una de las cosas que aprendí siendo presidente es que lo que el presidente dice y cómo lo dice, importa, y mucho. Y aunque un presidente no pueda resolver todos los problemas, algo que la gente casi siempre espera que haga, sí que puede cultivar una manera de interactuar, de promover el civismo y de incentivar la comprensión hacia los demás. En la esfera internacional, puede marcar la pauta a la hora de relacionarse con los países aliados y decidir cómo abordar la diplomacia. Creo que con Biden asistiremos al regreso de algunas de las tradiciones que defendí como presidente.
—En su libro hay una alusión a que los ciudadanos supieron ver lo mejor de usted, “una voz que insistía en que, pese a las diferencias, permaneceríamos unidos como un solo pueblo y que, juntos, hombres y mujeres encontraríamos un camino hacia un futuro mejor”. Luego vinieron los ataques que sufrió en sus ocho años en la Casa Blanca, la presidencia de Trump y ahora, aunque Joe Biden sea ya el presidente electo, el país sigue dividido, y una parte, francamente enfadada. Lo vimos ayer mismo [por el pasado sábado] aquí, en las calles de Washington. ¿Aún mantiene esa visión tan optimista?
—Sí. Siempre he cultivado un optimismo cauto. La historia no siempre avanza. A veces retrocede o se mueve en otras direcciones. No cabe duda de que la humanidad ha progresado en los últimos dos milenios; hay menos violencia, más educación y disfrutamos de mejores niveles de salud, pero al mismo tiempo persisten la guerra y la crueldad. Hay lugares en el mundo donde las personas carecen de derechos. Lo vemos cada día. Y lo mismo ocurre en Estados Unidos, un país que es mejor que hace doscientos años, pero donde sigue habiendo racismo y desigualdad. Cuando ocupaba la presidencia, solía reunirme con jóvenes y siempre me sorprendía su convicción –mayor que la de sus padres y sus abuelos– de que todos somos iguales, de que las personas deberían ser juzgadas por su carácter y no por el color de su piel, por sus creencias religiosas, por su sexo o por su orientación sexual. Creen en una humanidad común, en que somos los custodios de este planeta y en que se deberían abordar problemas como el cambio climático. Pero quedan aún muchos votantes mayores que se resisten a estos cambios. Por otro lado, está el legado de unas instituciones que, si no rotas, sí están deterioradas, razón por la cual el Gobierno y la democracia de Estados Unidos no pueden proporcionar una respuesta rápida a los problemas. Y cuando los partidos están tan polarizados, se llega a un punto muerto, a una situación de obstruccionismo que alimenta el cinismo y desalienta a la gente, por eso creo que nos espera un camino bastante arduo. No podemos dar la democracia por sentada porque es, precisamente, la forma de gobierno más difícil, ya que requiere la atención constante de todos los ciudadanos, la exigencia de responsabilidades a los líderes y el análisis crítico de lo que se dice, de lo que es verdad y de lo que es mentira. Y eso es más difícil ahora que antes.
Sobre el futuro: “Las nuevas generaciones me hacen sentir optimista”
2. Alertas tempranas
Eso es, efectivamente, más difícil ahora que antes. La división en la sociedad estadounidense de la que habla Obama viene de antiguo, pero en los últimos años, sin duda, se ha exacerbado hasta niveles inquietantes. Para cuando llegó Trump, los focos estaban listos, la maquinaria, engrasada. Resulta interesante la forma en la que Obama describe el fenómeno de Sarah Palin, la compañera de John McCain en las elecciones de 2008. Palin se convirtió en el hazmerreír de las élites liberales de ambas costas por su ignorancia, su desparpajo en manejar esa ignorancia y su desprecio por una forma de hacer política hasta entonces impensable. Obama intuyó –y temió– otra cosa.
Sea porque lo percibió con claridad en ese momento o porque, en retrospectiva, haya tenido una iluminación, Obama escribe: “A Palin no le importaba si el consejo editorial de The New York Times o los oyentes de la radio pública nacional cuestionaban sus capacidades. Ella ofrecía esas críticas como prueba de su autenticidad, porque había comprendido (mucho antes que sus detractores) que los intermediadores estaban perdiendo relevancia; que se habían abierto las compuertas de lo que se consideraba aceptable en un candidato para un cargo nacional; y que Fox News, la radio y el incipiente poder de las redes sociales le podían proveer de todas las plataformas que necesitaba para llegar al público al que se dirigía”. Está describiendo, le digo al presidente, al heraldo de Trump, ocho años antes de su entrada en escena. Pero parece que nadie prestó atención. ¿Cuándo percibió usted este riesgo?, le pregunto. ¿Y qué cree que podría haberse hecho de manera diferente?
—En EE UU siempre se ha librado una guerra de relatos entre los documentos fundacionales, que declaran que todos los hombres hemos sido creados iguales y que defienden el imperio de la ley y la libertad de expresión –todos esos maravillosos principios– y la realidad de la esclavitud, la aniquilación de las tribus nativas norteamericanas y la discriminación de distintos grupos sociales. Así, uno de los relatos aboga por defender esas ideas y por hacer a más gente partícipe de ellas, por reducir la influencia de la raza, por sacar a más gente de la pobreza y por dar más oportunidades a los trabajadores y a la gente sin propiedades. Y luego está el relato de los que se niegan a todo esto con el fin de preservar los privilegios y el estatus de ciertos grupos de estadounidenses. Ha habido momentos en nuestra historia, y creo que el hecho de que yo fuera elegido presidente es un ejemplo, en los que el relato de la inclusión ha prevalecido, y luego otros en los que ha habido un retroceso. Creo que Sarah Palin fue un síntoma temprano del resurgir de un contrarrelato que buscaba retroceder y cargarse todo lo que mi reelección y la alianza de votantes que me habían dado la victoria representábamos. Tuve que enfrentarme al grado en que los medios de comunicación estaban dispuestos a creer a Sarah Palin o al Partido Republicano; y al hecho de que las críticas y su resistencia hacia mis políticas estaban alimentadas por el deseo de volver a los tiempos en los que no había gente como yo en el Despacho Oval. Ya antes he comentado que ahora hay una multitud de medios de comunicación que impiden que muchos votantes republicanos escuchen algo que pueda contradecir a Donald Trump. Para ellos, hay una realidad como la que supuestamente estamos viviendo ahora, en la que Trump aún no ha perdido las elecciones porque ha habido fraude y se han emitido votos ilegales, y todo pese a la ausencia de pruebas. Como periodista, verá que no se trata de un fenómeno exclusivamente estadounidense, sino que es global. Uno de los mayores retos de nuestras democracias pasa por volver a los tiempos en los que los hechos eran los mismos para todos. Es crucial que podamos debatir ideas y encontrar soluciones para los problemas. Deberíamos poder estar de acuerdo en que el cambio climático es real y en la validez de las estadísticas económicas. Deberíamos estar de acuerdo en que después de unas elecciones se acuñan los votos y en quién ha ganado y quién ha perdido. Todo esto ya se veía venir con Sarah Palin, cogió cierto impulso durante mi presidencia y durante los últimos cuatro años ha empeorado aún más.
—En el libro abunda en esa reflexión. En un pasaje, afirma: “No pude ver lo maleable que esa tecnología demostraría ser y cómo un día las mismas herramientas que me condujeron a la Casa Blanca serían utilizadas en contra de todo lo que había defendido”. ¿Cuándo se dio cuenta de esos riesgos? ¿Hay algo que desearía haber dicho o hecho durante su mandato para evitar que las redes sociales acabaran desgarrando el tejido de las sociedades modernas como lo están haciendo?
—La tecnología es un ejemplo de lo rápido que cambian las cosas. El iPhone no llegó al mercado hasta 2007, hace poco más de diez años. Al principio pensamos que [las redes sociales] solo iban a traer cosas buenas, pero luego empezamos a ver su lado oscuro. Durante la Primavera Árabe, la gente se convocaba en la plaza de la Liberación a través de Facebook y Twitter para protestar contra la represión del régimen de Mubarak y pedir más democracia, pero tan solo unos años después, el ISIS comenzó a usar la misma tecnología para reclutar terroristas. De repente, te das cuenta de que la herramienta que pueden usar los niños en una remota aldea de África para acceder a bibliotecas de todo el mundo es la misma que se usa en Myanmar para promover la limpieza étnica y la opresión contra los rohingyas. Debemos encontrar un equilibrio, aprovechar lo bueno que tienen las redes sociales y reducir sus efectos adversos. Hacerlo en democracias liberales es más difícil porque defendemos la libertad de expresión. Creo que la respuesta se encuentra en una combinación de legislación y prácticas corporativas que ayuden a minimizar los daños. Pero también hay que tener en cuenta otras cosas. Una de las cosas que hemos aprendido con Trump es que muchos de los valores que mantienen unida a una sociedad no están codificados, no están sujetos a sanciones penales; se trata de expectativas, de valores que se van transmitiendo de una generación a otra y de tradiciones que ahora debemos reconstruir y enseñar a nuestros hijos. Michelle y yo hablamos mucho sobre cómo crear un sistema educativo que promueva el pensamiento crítico de los niños y que enseñe que existen las verdades objetivas, y que ciertos valores de la Ilustración, como la lógica, la razón, los hechos, la objetividad y la confirmación de hipótesis, contribuyen a formar la vida moderna. Creo que tanto usted como yo crecimos creyendo que estas ideas eran incuestionables. Pero, visto lo visto, vamos a tener que defenderlas todo el tiempo porque, de lo contrario, regresarán los viejos espíritus de las edades oscuras para imponerse de nuevo.
Sobre la tecnología: “Hay que aprovechar lo bueno de las redes sociales”
3. La herencia
En su reseña de Una tierra prometida para The New York Times, la prominente escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie acuña una expresión cuyo origen está en la tendencia de Obama –que él mismo reconoce en su libro– a darle incontables vueltas a las cosas, ponderar lo ponderable, lo imponderable y acabar por no tomar una posición firme: “Hacer un Obama”. Tanto en la escritura como en la presidencia. Para muchos progresistas, que Obama hiciera un Obama en cuestiones en las que deseaban y esperaban pronunciamientos rotundos como el racismo, las desigualdades, la inmigración o la política exterior o militar (el presidente mantuvo en el cargo a Robert Gates, el secretario de Defensa de George Bush), supuso una enorme decepción.
Usted se presentó a la presidencia, le digo a Obama, con la idea de cambio. De un cambio sustancial. Pero una y otra vez, en su libro, justifica por qué ese cambio no podía ir más allá de lo que usted propuso, aceptó o legisló, tanto en la reforma sanitaria como en otros asuntos. ¿Sigue creyendo que lo intentó hasta el límite?, le pregunto, ¿que Estados Unidos no hubiera podido digerir más cambio? ¿Nunca reconsideró el asunto?
—Uno siempre reconsidera las cosas. Es normal que cuando terminas algo pienses que podrías haber hecho más. Por ejemplo, gracias a la ley sanitaria que aprobamos, 23 millones de personas pudieron permitirse un seguro médico del que antes carecían. Aún hay varios millones de personas que carecen de él. Hubiera preferido llegar a todos, claramente, pero me vi limitado por el número de votos de los que disponía. Es lo que pasa en política, al menos en una democracia: no importa cuáles sean tus aspiraciones o lo valientes que sean tus propuestas, tarde o temprano tienes que enfrentarte con las matemáticas y con el número de votos necesarios para aprobar una ley. Mientras escribía el libro, me di cuenta de que mis propuestas eran todo lo audaces que yo quería, y seguí presionando hasta que llegó un momento en el que debía tomar una decisión: ¿me conformo con la mitad de lo que quería o con nada? A la hora de debatir las decisiones con mi equipo, la pregunta clave era: ¿esto va a mejorar lo que ya tenemos? Si es así, adelante. Lo mejor no puede ser enemigo de lo bueno. Si tuviera que repetir, evitaría alguno de los errores que cometí al transmitir mis mensajes, al describir mis objetivos y al vender nuestras ideas. Probablemente puliría esos mensajes, sería más consciente de los peligros que acechaban y habría tenido más cuidado…
—Nunca esperó la violenta reacción que vino después…
—Siempre conté con que habría una reacción fuerte a mi mandato. En el libro explico que nuestra llegada a la Casa Blanca no tuvo nada que ver con la de Franklin Delano Roosevelt tras el mandato de Herbert Hoover. La Gran Depresión llevaba tres años causando estragos y todo el mundo sabía quién era el culpable. Nosotros tuvimos la mala suerte de que, nada más entrar, las cosas se pusieron muy feas. La gente no tenía tan claro quién era el culpable de que todo se hubiera ido al traste. Pero también fuimos capaces de parar la hemorragia y evitar que se llegara a niveles de la Gran Depresión. Aun así, la gente se preguntaba con razón por qué habíamos gastado todo este dinero en programas de estímulo o por qué habíamos rescatado a los bancos. Y gracias a que las cosas no se pusieron tan mal, entendieron por qué dimos algunos de los pasos que dimos. Por eso tenía claro que toda la alegría que había provocado mi elección no iba a durar siempre. No me esperaba que Trump saliera elegido. Pero sí que, de ser elegido, lo sería por un solo mandato. En eso sí que acerté.
“SIEMPRE CONTÉ CON QUE HABRÍA UNA REACCIÓN FUERTE A MI MANDATO”
En ese espíritu de examinar y reexaminar todo, incluyendo sus motivos y sus impulsos, ocultos a veces también para él mismo, Obama describe en su libro una escena reveladora con su esposa, Michelle, quien se había estado resistiendo a la participación cada vez más intensa de su marido en política. Para ella, la candidatura a la presidencia era una línea roja. Ambos estaban en una habitación con los colaboradores más cercanos. Y ella le espetó a bocajarro: “Mi pregunta es: ¿y por qué tú, Barack? ¿Por qué necesitas tú ser el presidente?” Él se perdió en sus pensamientos. Ella insistió: “¿Barack?”. Obama esbozó un par de líneas de defensa, lo pensó de nuevo y dijo: “Hay una cosa de la que no tengo dudas. Sé que el día que levante la mano derecha y jure ser presidente de Estados Unidos, el mundo empezará a mirar a este país de forma diferente. Y sé que todos los niños de América (niños negros, hispanos, niños que no encajan) se verán a sí mismos también de una forma diferente, se expandirán sus horizontes, se ampliarán sus posibilidades. Sólo por eso… merece la pena”.
La sala se quedó en silencio. Michelle se quedó mirando un rato que a él le pareció eterno. Y finalmente dijo: “Esa respuesta no ha estado nada mal”. Obama pudo ver cómo los miembros del equipo “conjuraban en su interior la toma de juramento del primer presidente afroamericano de Estados Unidos”.
—¿Se cumplió ese objetivo?
—Nunca pensé que sólo por haber sido elegido presidente iba a eliminar la discriminación en Estados Unidos, y que los niños afroamericanos y los latinos ya no tendrían que superar más obstáculos que los blancos para alcanzar el éxito. Pero lo que sí creía es que ver a alguien como yo ejerciendo el trabajo más importante del país, el líder del mundo libre, enviaría un mensaje sutil, o no tan sutil, a los niños sobre a qué podían aspirar en su vida. Y también creo que mi presidencia fue muy exitosa para mucha gente porque cambió cómo los niños afroamericanos y los latinos, pero también los blancos, y las niñas, y cualquiera que sintiera que no encajaba, se percibían a sí mismos.
Aunque sale sólo de refilón en el libro, el domingo en Washington Obama explicó la siguiente historia al detalle. Trata de un niño que visitó el Despacho Oval con sus padres, quienes trabajaban para el presidente. Cuando llegó el momento de la foto, el niño dijo que tenía una pregunta. ¿Qué pregunta?, se interesó el presidente. Y el niño, afroamericano, de unos cuatro o cinco años, le preguntó, señalando los cabellos ensortijados del presidente, si su pelo era como el de él.
—Y le respondí: “Claro, ¿por qué no lo compruebas tú mismo?” Me agaché, me tocó la cabeza y Pete Souza, nuestro fotógrafo, sacó una foto, una de mis favoritas de todas cuantas se tomaron en el Despacho Oval. Porque ese niño pensó: vale, este hombre tan importante es como yo. Anécdotas como esta tienen un impacto positivo en la vida de niños como él. Y en la vida del país.