El conflicto del CIDE viene de un caso de abuso de autoridad política que genera un problema de corrupción.
La corrupción en México ha adquirido casi el carácter de una leyenda urbana. El concepto evoca funcionarios públicos, empresarios, poder político, irresponsabilidad y recursos públicos. Aunque todos conocemos bien que se trata de un acto moralmente condenable, la mayoría de nosotros desconocemos la composición precisa del concepto y sus implicaciones. Aunque este ensayo no pretende realizar la labor taxonómica del concepto de corrupción, sí intentará desmenuzar uno de los muchos casos de la misma en la función pública mexicana.
Paradójicamente, el lugar donde aprendí a identificar y a nombrar la corrupción hoy es uno de sus casos de estudio. Este lugar es el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), uno de los veintiséis centros públicos de investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). El CIDE es una institución pública de investigación académica en materia de economía, ciencia política, historia, derecho y relaciones internacionales. Hace algunos meses, nuestra comunidad hizo eco en la conversación pública, los medios de comunicación y hasta en las conferencias matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador. El motivo: las protestas en contra el nombramiento arbitrario e irregular de quien hoy se ostenta como director general de la casa de estudios, el Dr. José Antonio Romero Tellaeche.
La razón principal de la movilización de la comunidad académica fue la arbitrariedad del nombramiento del cargo por parte del Conacyt. Nuestro rechazo de Romero Tellaeche tiene que ver con su ilegitimidad, con el nulo consentimiento del que goza para dirigirnos y con la serie de atropellos con los que ha atentado contra la autonomía interna de la normativa institucional. En retrospectiva, nuestra intuición general era correcta desde el principio y a la primera denuncia de ilegalidad sólo se sumaron muchas más.
Sin embargo, la mayoría de la ciudadanía, sobre todo quienes no forman parte del CIDE, aún no tiene una idea precisa de las razones por las cuales la designación de Romero constituyó un acto de corrupción. La confusión tiene que ver con la dificultad de hacer de la corrupción un concepto taxativo. Existen diversos esfuerzos por parte de las organizaciones de la sociedad civil, la academia y el periodismo de investigación para definir y delimitar la corrupción, sus alcances e implicaciones, pero la corrupción adquiere formas tan diversas y complejas que el proceso de homologar una definición resulta complicado.
En términos generales, el concepto de corrupción implica que algo ha sido distorsionado o pervertido de su forma original. El politólogo español Manuel Villoria propone definiciones de cuatro tipos de corrupción en su libro Ética pública y corrupción: 1) las que están vinculadas al cargo público; 2) las que se centran en el mercado; 3) las que están relacionadas con el interés general; y 4) las que tienen que ver con la percepción social de la corrupción. La acepción más extendida de corrupción —perteneciente al primer grupo— es aquella que la define como “el abuso de poder público para beneficio privado”. Es una definición práctica y minimalista que, ciertamente, engloba dos de los aspectos más importantes de la corrupción: el abuso y el beneficio privado.
El abuso significa falta de ética en la práctica del poder político: operación al margen de la ley, ilegitimidad o simplemente mal uso de dicho poder. Esto deja claro que la dimensión moral de la corrupción es importante. Por su parte, el beneficio privado no tiene que ser necesariamente monetario: puede ser cualquier ventaja que queda en manos de unos cuantos cuando su destino era ser una ventaja para todos, o al menos para muchos más. Dado que este beneficio privado puede tomar distintas formas, el concepto de corrupción política tiene un significado más amplio: según la organización Transparencia Internacional, se trata de cualquier “manipulación de políticas, instituciones y normas de procedimiento en la asignación de recursos y financiamiento por parte de los responsables de las decisiones políticas, quienes abusan de su posición para conservar su poder, estatus y patrimonio”.
En Anatomía de la corrupción, María Amparo Casar identifica que uno de los problemas más relevantes en el estudio de la corrupción es que, al ser un conjunto de conductas extralegales, se practica en la clandestinidad. Quienes la practican intentan activamente deshacerse de todo rastro de su actividad. Por lo tanto, la identificación, estudio, medición y sanción de la corrupción terminan por ser tareas sumamente complicadas. Develar casos de corrupción requiere de recursos económicos, amplias capacidades de investigación, aplicación efectiva de la ley y voluntad política —un aspecto moral determinante— de quienes pueden sancionarla.
Ahora bien, la imposición despótica de autoridad en el CIDE puede no parecer un caso de corrupción a simple vista. Sin embargo, el nombramiento, designación y eventual ratificación del Dr. Romero como director general de la institución se trata de un caso de corrupción que sucede a la vista de todos, pues cumple con los dos elementos esenciales de nuestra definición: abuso de poder político y beneficio privado a costa del beneficio público.
El primer elemento para argumentar corrupción en el CIDE es el abuso de poder político por parte del Conacyt y del Dr. Romero. Los tres primeros atropellos normativos comenzaron durante su periodo como director interino. El Dr. Romero violó el Estatuto del Personal Académico (EPA) al menos en tres ocasiones, pues en ninguna ofreció la justificación que exige la norma. La primera sucedió al destituir al director de Región Centro. Lo correcto hubiera sido argumentar debidamente la “pérdida de confianza” que señaló en el oficio de su remoción. La segunda fue la suspensión de las Comisiones Académicas Dictaminadoras (CADI), facultad que no posee ningún funcionario del CIDE de manera unilateral. Lo único que se contempla en el EPA es la votación en las reuniones de las CADIs, en donde la decisión final sobre su continuidad o suspensión se obtiene por mayoría simple. La tercera fue la remoción de la secretaria académica, justificado como un supuesto “acto de rebeldía” —definido, implícitamente, como la insistencia en la realización de las CADIs—. Es decir, Catherine Andrews fue despedida por apegarse a la legalidad estipulada en el EPA.
Los candidatos en el concurso de director general eran el Dr. Romero y el Dr. Vidal Llerenas. Para elegir a quien ocupa el puesto de manera permanente, se lleva a cabo un proceso de auscultación interna y externa. El proceso de auscultación interna evalúa el perfil del candidato y su plan de trabajo para determinar, mediante entrevistas telefónicas y encuestas, qué candidato cumple mejor con el perfil del puesto según la comunidad académica del Centro. Según el informe del observador designado por el Consejo Académico del CIDE, en este proceso interno, el Dr. Llerenas obtuvo un puntaje de 8.98, mientras que el Dr. Romero obtuvo 7.29 puntos. Desde ese momento, era clara la preferencia de la comunidad por el Dr. Llerenas.
En la ceremonia protocolaria de ratificación ante la Asamblea General de Asociados —cuerpo conformado por el Conacyt, el Banco de México, El Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Energía, Economía y Educación— la directora general del Conacyt declaró que los miembros del comité de auscultación externa habían elegido de manera unánime al Dr. Romero como director del CIDE para el periodo de 2021 a 2026. En dicho comité participó la Dra Alicia Puyana Mutis, coautora en varios artículos con el Dr. Romero. Los representantes de la Secretaría de Economía y Energía denunciaron el hecho como posible conflicto de interés; sin embargo, la ratificación procedió. Los resultados de la auscultación interna ni siquiera se mencionaron.
Así, la titular del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla, formalizó la ratificación de director general, pese a que no está dentro de sus facultades. Aunque puede designar y nombrar al director general del CIDE, el Estatuto General del Centro señala, en su artículo 29-IV y 30, que “es facultad indelegable del Consejo Directivo formalizar o no el nombramiento del director”. Es decir, es indispensable la participación del Consejo Directivo —máximo órgano de gobierno del CIDE— en la formalización de director general, lo cual no sucedió en el caso del Dr. Romero. Hasta la fecha, no hay rastro de la grabación de la sesión del 29 de noviembre de 2021, día en el que sesionó el Consejo Directivo para ratificar al Dr. Romero. Tampoco hay registro del acta ni la minuta del evento.
Así, la inferencia de abuso de poder político se redondea cada vez más para el caso del CIDE. Las autoridades del Conacyt han utilizado su poder político para incurrir en distintas faltas éticas. Éstas incluyen la omisión de verdades factuales para imponer su voluntad, como la supresión de los resultados de la auscultación interna; el uso cínico de la mentira política al argumentar en varias ocasiones que “la comunidad ha sido escuchada”, cuando no ha sucedido; y han incumplido con la mayoría de los procedimientos previamente estipulados. El resultado de este uso poco ético del poder es el origen de la ilegitimidad del Dr. Romero, pero también explica su permanencia actual dentro de la institución. Aunque se sabe ilegítimo, también sabe que cuenta con la protección suficiente para ostentarse como director general. El nombre de ese escudo protector es la corrupción política de las autoridades del Conacyt.
Una vez ratificado como director general, con la toma de instalaciones activa, la amenaza de huelga latente por parte del sindicato del personal académico y la intensa presión mediática de ese momento, el Dr. Romero contrató al Dr. Jordy Micheli Thirion como secretario académico interino. El Dr. Micheli fue ratificado como secretario académico permanente aunque incumplía con la fracción III del artículo 34 del Estatuto General, donde se estipula que uno de los requisitos del cargo es “haber sido académico activo de la Asociación al menos durante los dos años anteriores al nombramiento”. Además, el Dr. Romero contrató como profesores a Rodrigo Aliphat y Óscar García, quienes no imparten clases y hoy son sus asistentes personales.
Demostrar el beneficio privado de este abuso de poder político resulta una tarea un poco más complicada. En principio, parece ser que el beneficio privado más evidente del Dr. Romero es la contratación irregular de sus colegas y allegados, además del privilegio que supone ser, legítimamente o no, director general de una institución académica con el prestigio internacional del CIDE. En el caso de Álvarez-Buylla, parece ser que su beneficio privado consiste en mantener un mayor control sobre la autonomía interna del CIDE. Aún hacen falta algunas piezas del rompecabezas para entender a profundidad las ventajas que le ofrecen estas pretensiones autoritarias. Una posible explicación es que, como han sugerido varias voces, la designación forme parte de un proyecto federal más amplio. En este sentido, el beneficio privado que obtienen tanto Álvarez-Buylla como Romero Tellaeche es una mayor cercanía con el gobierno federal. Si algo nos enseñó la hegemonía priísta del siglo XX —y algunos de sus signos de continuidad en el presente— es que la lealtad política se premia.
En un esfuerzo más por hacernos escuchar, la comunidad estudiantil organizó la revocación del mandato del Dr. Romero, en vísperas de la revocación del mandato presidencial. Pensamos que, debido a que la demanda de transparencia no ha dado resultados, quizá la celebración de un ejercicio democrático participativo, similar al promocionado por el gobierno federal, hará reconsiderar al Dr. Romero su permanencia en el CIDE. Este mecanismo propicia la reflexión democrática de todos los involucrados y nos invita a volver a posicionarnos ante la legitimidad y legalidad de las autoridades, además de invitarnos a institucionalizar nuestra participación política. Aún habrá que reflexionar sobre los resultados de la revocación y los nuevos escenarios posibles.
En conclusión, la imposición del Dr. Romero como director general del CIDE se trata de un caso de corrupción en un sentido amplio de la expresión. Esta imposición de autoridad se ajusta a su acepción más conocida. Aun así, como todos los casos, presenta ciertos matices y dificultades para ser reconocido como tal. De hecho, el carácter elusivo de la serie de eventos que han sucedido en el CIDE en los últimos meses y la exagerada discrecionalidad con la que se ha llevado a cabo el proceso refuerzan el argumento de corrupción que aquí presento y hacen más patente nuestra denuncia.
Resulta interesante que una de las justificaciones más repetidas en la intromisión en el CIDE sea, precisamente, la acusación de corrupción. Aunque desconozco su veracidad, parece que el remedio a la corrupción es más corrupción. El intento por acabar con todo privilegio en el CIDE consiste en privilegiar ciertas figuras de autoridad para que impongan su voluntad sin escuchar la voluntad de quienes pretenden gobernar. ¿Qué tan legítimo es esquivar las normas y mentir públicamente en pos de la supuesta lucha contra la corrupción? ¿Dónde termina la corrupción del pasado y comienza la del presente?
Estudiante de Ciencia Política y Relaciones Internacionales en el CIDE.