Entre julio de 2018 y junio de 2021, en México vivimos tres años de una gran intensidad política.
Tan pronto como tomó posesión el presidente, las visiones encontradas comenzaron la disputa por la suerte de la patria.
La lógica de presentar dos México se convirtió en la herramienta de acción política del presidente López Obrador, es decir, la lógica de un pasado corrupto y corruptor, enfrentada a la lógica del México transformado sin corruptos, ni corrupción.
Para ello, los mensajes centrales de su discurso político se basaron en una visión maniquea de la realidad, en la cual sus adeptos son el pueblo bueno y sabio, y sus contrincantes, todos aquellos que representan, para él, los males nacionales.
Las acciones más emblemáticas del inicio de la administración lopezobradorista fueron mensajes contundentes de su deseo de fundar una nueva realidad política en la que las mayorías que apoyaban su gobierno debían imponerse sobre las minorías derrotadas en la elección de 2018.
Para construir esa narrativa, era indispensable que todos aquéllos que pudieran ser vistos como privilegiados fueran colocados en el lado obscuro de la historia.
Desde el Ejecutivo Federal se intentó debilitar la autonomía de los órganos constitucionales con reducciones presupuestales, designaciones de personajes afines al gobierno, o con amenazas suficientemente creíbles para provocar renuncias.
Desde el poder se construyó un patíbulo mediático para desacreditar y amenazar, sin pudor ni rubor alguno, a cualquier agente social o político que intentara oponerse a sus decisiones con el uso nunca visto, de la Unidad de Inteligencia Financiera con fines de persecución política.
Al acercarse la elección del 2021, el objetivo parecía ser el debilitamiento de la autoridad electoral, el INE.
Este escenario provocó la natural reacción que avivó la polarización de la vida social y política de México. Muy pronto se escucharon a los analistas políticos y a los periodistas especializados, hablar de indicios de regímenes populistas y autoritarios, en las formas de gobernar y en las decisiones de gobierno.
Muy pronto observamos a la sociedad civil organizándose para encontrar la forma de solucionar los problemas que generaban las decisiones del gobierno y las luchas jurídicas en instancias jurisdiccionales y posteriormente, en la participación electoral.
El reciente proceso electoral nos deja sus mejores lecciones.
La sociedad mexicana dejó en claro que está dispuesta a cuidar y defender la vida democrática de México. Los altos niveles de aprobación del presidente de la República no fueron una razón suficiente para convencer a los mexicanos de suspender la normalidad democrática.
Al contrario, como cada tres años, nuevamente los ciudadanos aceptaron participar en el proceso como funcionarios de casilla regalando un día -largo, demandante y extenuante- a la democracia mexicana; nuevamente los ciudadanos mexicanos decidieron participar en el proceso electoral y están conformes con los resultados que decretó la autoridad electoral.
En todo el país, las redes sociales se inundaron de mensajes y fotografías de personas orgullosas de haber desempeñado un cargo en las casillas o de haber cumplido el deber de votar. También de imágenes de candidatos triunfadores y orgullosos de la autoridad electoral que terminó con altos niveles de legitimidad.
La democracia funcionó con toda normalidad y esto, por sí mismo, es un daño relevante para la estrategia presidencial, quién deberá entender que gobierna a un pueblo que no está dispuesto a ceder el preciado bien político de vivir en democracia.
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