El ataque a Salman Rushdie es un trágico recordatorio de las amenazas que autores de todo el mundo padecen. La prohibición de ciertos libros y el acoso a sus creadores es algo tan antiguo como la imprenta
El ataque en Nueva York el pasado viernes al escritor británico de origen indio Salman Rushdie, 33 años después de que el régimen iraní emitiera un edicto poniendo precio a su cabeza, es un escalofriante recordatorio de las presiones y amenazas que autores de todo el mundo padecen. En el último informe de 2021 de la organización PEN, fundada hace un siglo en defensa de la literatura y la libertad de expresión, se enumeran más de 200 casos de escritores y periodistas perseguidos, una lista que cada año se hace pública el 15 de noviembre y en la que también incluyen a algunos dibujantes y artistas que padecen fuertes amenazas, acoso, detenciones domiciliarias o encarcelamiento. Junto al asesinato en febrero del año pasado del editor libanés Lokman Slim, crítico con Hezbolá, o la desaparición del poeta ruandés Innocent Bahati, PEN menciona al escritor Sergio Ramírez, contra quien el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, emitió en noviembre una orden de detención, lo que ha forzado su permanencia en España como exiliado.
La fama y el reconocimiento internacional no eximen a los autores de padecer el acoso, como prueba el caso, mencionado en el informe, de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, residente en Berlín desde hace dos años, después de que fuese imputada por el Gobierno y sus libros fueran retirados del currículo escolar del país. También el novelista turco Orhan Pamuk, ganador igualmente del máximo galardón literario otorgado por la Academia Sueca, tuvo problemas en 2021: tras la publicación de su último libro, Las noches de la peste, fue acusado de insultar en esas páginas a la bandera turca y al histórico dirigente Mustafa Kemal Atatürk. Pero quizá el caso que remite más directamente a lo ocurrido con Rushdie es el apuñalamiento al Nobel egipcio Naguib Mahfuz en 1994 por extremistas islámicos, en el que perdió un ojo y la movilidad de un brazo, aunque logró seguir escribiendo.
La prohibición de ciertos libros y el acoso a sus autores podría decirse que es algo tan viejo como la imprenta —baste pensar en Lutero o en Fray Luis de León, encarcelado y juzgado por El cantar de los cantares—. Pero la persecución a Salman Rushdie y Los versos satánicos (1988) presenta ciertas especificidades que lo convierten en un caso extremadamente particular. Por un lado, la persecución de escritores suele producirse dentro de las fronteras de su país de procedencia o de residencia, y las amenazas suelen venir del Estado, de grupos mafiosos, como ha sido el caso de la mexicana Lydia Cacho o el italiano Roberto Saviano, o de bandas terroristas como ETA en España, cuyas amenazas colocaron en la diana a intelectuales y periodistas como Fernando Savater o José María Calleja. Nada de esto se cumplió en el caso del británico: el ayatolá Jomeini dictó desde Irán en 1989 una fetua contra el novelista, que residía en Londres y había nacido en Bombay, por la que quedaba condenado a muerte y se ofrecían tres millones de dólares a quien acabara con él.
La hostilidad hacia la novela de Rushdie, en la que fabula sobre la vida del profeta Mahoma y su contacto con el arcángel Gabriel, había demostrado desde su publicación en otoño de 1988 que este asunto era transnacional. Antes del edicto de Jomeini había habido piras con los libros, revueltas en las calles del Reino Unido y ataques contra tiendas en varios países; India, Pakistán, Egipto y Sudáfrica lo habían prohibido, decenas de personas murieron en altercados callejeros. Dos años después del edicto y con Rushdie escondido y protegido por las autoridades de Reino Unido, el traductor al japonés de Los versos satánicos, Hitoshi Igarashi, fue asesinado a cuchilladas en la universidad donde daba clases en Tokio, un crimen que nunca se esclareció. También el traductor al italiano fue atacado en esas fechas en su apartamento de Milán por un iraní y, en 1993, el editor noruego del libro, William Nygaard, recibió varios disparos y quedó gravemente herido.
¿Qué otra novela en el siglo XX ha despertado semejante reacción furibunda? “Ninguna”, explica al teléfono el novelista salvadoreño Horacio Castellanos Moya, quien tras la publicación de su libro El asco decidió buscar refugio fuera de Centroamérica. Primero llegó a Berlín en un programa nacido por iniciativa del propio Salman Rushdie, quien impulsó en 1993, mientras vivía escondido, la creación del ya extinto International Parliament of Writers (Parlamento Internacional de Escritores), en respuesta al aumento de ataques a escritores y asesinatos en Argelia. A través de este organismo se logró que varias ciudades europeas, como Barcelona, accedieran a acoger y apoyar durante uno o dos años a escritores cuyas vidas estaban en peligro.
El empresario estadounidense Henry Reese y su esposa Diane Samuels escucharon en 1997 a Salman Rushdie hablar sobre esa red de ciudades refugio que trataban de proteger no solo la libertad de expresión sino la seguridad física de los escritores y decidieron montar el mismo programa en Pittsburg, su ciudad en Estados Unidos. Así nació City of Asylum, sobre cuya tarea estaba previsto que hablaran Rushdie y Reese el pasado viernes cuando se produjo el ataque. Castellanos Moya fue el segundo escritor que participó en ese programa. “Es una paradoja trágica que Henry Reese estuviera en el escenario, ya que él montó ese programa en Pittsburg inspirado por el caso de Rushdie”, reflexiona al teléfono, y menciona a otros autores como el venezolano Israel Centeno, que han formado parte de esta misma residencia.
El autor de Los versos satánicos ha estado amenazado por el poder religioso, pero su apuñalamiento no parece haber tenido la estructura del ataque en París con rifles y armas de fuego de los hermanos Kouachi a la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo en 2015, en el que resultaron heridas 11 personas y murieron 12, incluido el director Stéphane Charbonnier, Charb, quien había sido señalado por Al Qaeda en 2010 como un autor a exterminar. Sobre la feminista Ayaan Hirsi-Ali, holandesa de origen somalí que estuvo en política y ha escrito varios libros, también pesa una fetua y desde hace unos años reside en Estados Unidos.
Castellanos Moya apunta una distinción entre los autores que son acosados por lo que han escrito y los que padecen las amenazas por su compromiso con la sociedad civil como activistas. También señala un giro en Latinoamérica: “No se amenaza tanto a los escritores como a los periodistas, quienes ahora están siendo asesinados y perseguidos. Quizá porque ya no le tienen miedo a la ficción, sino a la verdad, y a quienes destapan los negocios turbios. La parte más ideológica quizá estaba en el siglo pasado cuando te señalaban como apóstata porque con la ficción transgredías las creencias o evidenciabas la corrupción de los Gobiernos en una novela”. El eterno juego de espejos entre realidad y ficción que establecen las novelas desde Miguel de Cervantes y El Quijote, esa obra que tanto admira Rushdie, lleva a trágicos equívocos cuando lo inventado es tratado como verdad. “La ficción se lee entonces como verdad porque no hay espacio para fantasear, y se piensan que estás haciendo un manifiesto”, concluye Castellanos Moya.
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.