Seis mil quinientos minutos de silencio

Por: Admin

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Eran nada, quince o veinte señores con túnicas, turbantes y chalinas y no entendían lo que estaban viendo. Se miraban entre ellos, fruncían el ceño, decían algo que terminaba con alá, volvían a mirarlos: esos muchachos en calzones debían estar mal de la cabeza. Los muchachos eran ingleses medio brutos, holandeses, irlandeses, obreros de los pozos de petróleo que corrían a las patadas detrás de un cuero inflado, con ese calor, con ese sol, en ese pedregal: mal de la cabeza. Terminaba 1956 y esos señores en sus túnicas no paraban de sorprenderse y protestar y celebrar: el descubrimiento de aquel engrudo negro había traído una riqueza inverosímil a su pequeña península desértica, pobre como una rata pobre, refugio de buscavidas y piratas. Riqueza, por supuesto; también unos extranjeros infieles despreciables, brutas bestias que sólo sabían trabajar y beber y gritar y rezar a un dios falso y corretear detrás del cuero inflado. Pero riqueza, claro, tanta.

Qatar es un grano en el costado de la Arabia Saudita, una lengua de tierra de 60 kilómetros de ancho por 150 de largo rodeada de agua. Qatar es pura arena, chato como una lata: su elevación mayor, Tuwayyir al Hamir, asciende a 103 metros, el piso 30 de la Torre Latinoamericana, quizás el 31. Qatar son 11 586 kilómetros cuadrados, poco más que la mitad del Estado de México, veinte veces menos que Chihuahua. El 1 % de su tierra es cultivable; el 3 % tiene briznas de pasto para el pobre camello despistado.

Qatar, tan poca cosa, se pasó siglos siendo y no siendo, ocupada por unos, liberada por otros, invadida por los de más allá. Aún así, con tantas idas y venidas, desde 1860 la rige una familia: los Al Thani conservaron su poder con el recurso clásico de someterse a cualquier poder superior que se plantara —persas, turcos, británicos, saudíes— y servirles de cipayos locales. Pero ya hace 51 años que consiguieron no tener que servir a más nadie y ejercen absolutamente el poder absoluto sobre sus súbditos y súbditas más absolutos todavía. Son, como se debe, una monarquía de derecho divino, los dueños y señores. Hay un Tamim bin Hamad Al Thani que es el emir, el jefe del Estado, el jeque del Estado, y hay varios otros Al Thanis que son ministros de esto y aquello y lo de más allá. Tienen, para la galería, una especie de Congreso consultivo —consultivo es la palabra clave— en el que 15 de sus 45 miembros son designados por el jeque y los otros 30 son elegidos en elecciones raras, porque los partidos políticos están prohibidos y los candidatos se presentan como gente de bien, el amigo de tal, el primo de cual —siempre que tal y cual sean un poco Thanis. Los treinta que se eligieron en el 2021 son todos —todos, todos— hombres.

Todo lo cual no le importaría a casi nadie —somos muy buenos para eso— si no fuera porque son tan ricos. Porque Qatar, como el resto de los reinos desiertos de la zona, tiene mares de fósiles debajo de la arena.

Así que es uno de los países más forrados del planeta: sus reservas certificadas de gas natural son el 13 % del total mundial; sus reservas de petróleo le alcanzan para seguir cincuenta años más a puro despilfarro. Según el Banco Mundial son el cuarto país con mayor producto interno bruto —bien bruto— por cabeza, sólo detrás de Luxemburgo, Singapur e Irlanda. Pero ya se sabe: la estadística es ese cuento que dice que cada hombre y cada mujer tienen un huevo y una teta.

Porque son sólo dos millones y medio de personas pero esa cifra, como la mayoría, es engañosa: en realidad, los qataríes nativos, ciudadanos con —algunos— derechos, son menos de 300 000; el resto son trabajadores inmigrantes, basura para la explotación desenfrenada. Los nativos sí son bastante ricos o muy ricos o multimillonarios; los forasteros son carne de cañón. Los usan para todo, les pagan poco, los maltratan. Hasta 2020 funcionaba a pleno una ley que llamaban kafala: una norma que permitía que el empleador que había “importado” un trabajador le cobrara con tremendos intereses los gastos de su viaje y pudiera impedir que se fuera del país o cambiara de trabajo o pidiera un aumento o se negara a esfuerzos imposibles o ejerciera cualquiera de los derechos laborales más primarios.

Ahora la suavizaron, por eso de no quedar tan mal, pero 250 000 de esos forasteros todavía trabajan en tareas domésticas y un millón y medio en servicios varios y, sobre todo, en construcción —en las peores condiciones. Porque en estos años Qatar levantó una cantidad de rascacielos, hoteles, centros comerciales, playas tropicales, auditorios y, más que nada, estadios. Qatar tiene tanto dinero y tanta mala fama: en algún momento su monarca entendió que necesitaba usar parte de ese dinero para comprar mejor reputación. Así que se trajo universidades extranjeras, algún museo, centros comerciales, centros comerciales, centros comerciales, grandes infraestructuras y, sobre todo, el fútbol: no hay nada más eficaz que el fútbol para comprarse brillo, cordialidad, conciencias.

Ilustración: Izak Peón
Ilustración: Izak Peón

 

En Qatar, tras aquellos partidos sobre los arenales, el fútbol se había ido haciendo muy de a poco: en 1963 —cuando Uruguay, Brasil e Italia ya habían ganado dos Mundiales cada uno— formaron una Liga, armaron diez o doce equipos. Sus jugadores, entonces, eran expatriados del petróleo y locales con ganas de parecerse al mundo. Dicen que en 1970 algunos vieron por fin un partido respetable: el Mundial de México por la televisión en blanco y negro. Y que en 1973 le pagaron una carrada de dinero a Edson Arantes do Nascimento —que nunca dejó de venderse cuando lo compraban— para que fuera a dar una de sus exhibiciones. Pelé y su Santos jugaron contra un equipo local, el Al Ahli SC, y el ídolo recibió, además, una tarjeta amarilla: se ve que lo irritaron. Dicen, también, que le ofrecieron jugar allí pero no quiso; entre los viejos con miedo a la jubilación que sí quisieron —poderoso caballero— estuvieron Guardiola, Xavi, Caniggia, Etó, Romario, Effenberg, Hierro, Batistuta, Juninho, Mandzukic, Raúl, Frank y Ronald de Boer. Ninguno antes de sus 35; ninguno duró nada.

Ahora Qatar tiene una Liga donde juegan doce equipos, una selección que nunca se clasificó para un Mundial y la propiedad del club más caro del fútbol global: el Paris Saint-Germain. Los gases qataríes pagan las piruetas de Messi, Neymar, Mbappé y asociados: ningún equipo del mundo gasta tanto.

(El mundo gasta tanto en fútbol y, a veces, parece un despilfarro. Pero no sólo es un gran negocio —las ventas de derechos de imagen, de publicidad, de camisetas, de jugadores, de partidos— sino, sobre todo, la mejor operación de propaganda que un sistema haya encontrado desde que un tal Jesús empezó a bajarse de sus cruces. El fútbol les paga a unas pocas docenas de muchachos millones y millones: le sirven para que haya muchos más millones de muchachos en el mundo que quieran, más que nada en la vida, ser como ellos. Ser como ellos es apuntarse al mito del éxito inmediato, súbito, casi sin esfuerzo, ganar fortunas sin saber gran cosa, acelerar los coches más potentes, beneficiarse a las rubias más taradas, ganarles a todos porque lo único que importa es yo, yo, yo; vivir para el triunfo y el dinero y los aplausos. Por eso al capitalismo global el fútbol le sale muy barato: consigue que millones de muchachos en el mundo piensen que lo mejor que les puede pasar es abandonar su barrio, sus amigos, su país y apostar a la salvación individual: no buscar la forma de crecer con todos sino dejarlos atrás y transformarse en uno de los otros, triunfar en esta forma de la vida. El fútbol es un modelo, el triunfo de un modelo.)

Qatar lo entendió mejor que nadie: el fútbol es un patrón, un abrepuertas, una forma de olvidar el resto —y se compró un Mundial. Ya sabemos —ya lo sabemos demasiado, aunque no nos importe— cómo se compran esas cosas: comprando voluntades, delegados, cabecillas de las mafias nacionales que consiguen, por serlo, la representación de sus países en esa asamblea de vendedores que es la FIFA. Qatar hizo lo necesario, prometió lo necesario, pagó lo necesario, y así uno de los países con menor tradición futbolística del mundo se quedó con su momento más preciado —y consiguió, incluso, cambiarlo de estación.

(Y si la FIFA quería resistir el avance femenino, si quería reafirmar que el fútbol es cosa de hombres, nada mejor que haber llevado este torneo a esa tierra de hombres que es Qatar. Full disclosure: FIFA, en argentino, es la tercera persona del singular del verbo “fifar”: fornicar, follar, tirar, templar, coger —según dónde se haga.)

Qatar es el ejemplo perfecto de un país donde no querríamos vivir. No sólo porque tomar una cerveza sea un problema o caminar diez cuadras sea mortal. Sobre todo porque no hay libertad de prensa ni palabra, porque hay castigos corporales, porque la desigualdad y la opresión son clamorosos. Qatar es un país donde ninguna mujer puede casarse, emplearse en ciertos puestos, estudiar ciertas cosas, ver a ciertos médicos o viajar al extranjero sin el permiso de su “guardián”: su padre o un hermano o su marido. Un país donde un hombre que se acuesta con un hombre irá preso entre uno y tres años; donde un varón puede casarse con una mujer no musulmana pero no viceversa; donde los hombres transmiten la nacionalidad y las mujeres no; donde los hijos varones heredan el doble que las hijas; donde los tribunales requieren el testimonio de dos mujeres para contrarrestar el de un solo hombre; donde hay tres hombres por cada mujer —lo cual, en una sociedad donde los hombres pueden ser polígamos, complica mucho todo–; donde hay menos médicos por habitante que en México o en Moldavia porque el 90 % de los habitantes no merecen demasiado cuidado; donde ese 90 % no tiene derechos de personas.

Y así mueren. A principios de 2021 el diario inglés The Guardian pudo comprobar que, contando sólo los inmigrantes de cinco países —India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka—, 6500 trabajadores extranjeros habían muerto desde que empezaron a levantar los estadios y demás infraestructuras del Mundial. Fueron ellos los que construyeron las ocho canchas que pedía la FIFA, la remodelación del aeropuerto, las docenas de hoteles, el tren y las autopistas para ir a esos tremendos coliseos —que fueron un negocio faraminoso para un puñado de amigos millonarios y, dentro de un mes, se quedarán vacíos para siempre. Y eso sin hablar de la nueva ciudad-isla, Lusail, donde se jugará la final de la famosa copa. El Guardian dijo que 6500 eran sólo los muertos registrados y todos están de acuerdo en que fueron muchos más; aun si nos quedáramos sólo con los comprobados, la cifra es tremebunda. Son, en todos estos años, doce cada semana, más de uno cada día —día tras día tras día.

(Y no es que estas grandes obras sean siempre así: en la preparación de las seis últimas grandes citas —mundiales, olímpicos de invierno y de verano— murieron en accidentes laborales ochenta trabajadores.)

Ilustración: Izak Peón
Ilustración: Izak Peón

Pero el fútbol es, dicen, sensible, compasivo, y seguramente sus autoridades querrán homenajear a esos mártires del balompié, a todos los que dieron su vida para que nuestra gran fiesta planetaria sea posible. Podrían proponer, digamos, guardar un minuto de silencio por cada trabajador muerto: es lo menos que se puede pedir. Habría que organizarlo: para que cada uno tuviera el suyo habría que hacer 98 minutos de silencio antes de cada uno de los 64 partidos del torneo: más de hora y media cada vez. Sería una experiencia fascinante: horas vacías frente al televisor. El mundo se volvería zen, soñaríamos, nos desesperaríamos, pensaríamos cosas: cómo terminar con el trabajo esclavo, por ejemplo. O, más probablemente, cómo pagar la cuota del coche o los meneos de esa rubia o cómo pudo Neymar fallar ese penal o, si acaso, lo fácil que resulta ser un asco.

Porque es muy fácil decir todo esto, saber todo esto, repudiar todo esto, pero ¿cuántos de ustedes van a dejar de ver esos partidos? Yo, sin ir más lejos, creo que no. Es verdad que somos un asco.

O somos, por lo menos, prisioneros del fútbol: un gran invento, un entretenimiento, una perfecta trampa para osos, una suprema tontería que nos lleva a no pensar las cosas que solemos pensar, que nos deforma como un caleidoscopio —o que, quizá, más microscopio, nos muestra demasiado.

Así que sí, nos sentaremos frente al televisor como ya nos sentamos —los más viejos— en un Mundial que se jugó a 500 metros de un gran centro de torturas en el 78, como ya nos sentamos a simular que Sudáfrica era África en el 2010, como ya nos sentamos a disfrutar del país más matón en el 2018. Los mundiales limpian, fijan, dan esplendor: consiguen que nos resulten interesantes, simpáticas sus sedes infectadas —o que, por lo menos, nos acerquemos a ellas con un talante amable. Consiguen, ahora, que el mundo hable de Qatar como si Qatar fuera parte de nuestro mundo, como si no fuera un sitio donde pasan todas esas cosas, la dictadura de un monarca de derecho divino, un país que explota como pocos, que maltrata como pocos, y que ahora va a mostrarnos lo espléndido que es.

Ahora los señores con túnicas y turbantes, los nietos de aquéllos, saben que el fútbol sirve: les traerá las miradas del mundo, les traerá a miles de periodistas que se esforzarán por mostrarnos lo bonito que es, les traerá a miles de poderosos de americana sin corbata, dueños y más dueños. En sus gradas habrá sólo ricos, llegados desde todos los lugares de la Tierra a precio de oro: el fútbol también es brutalmente desigual y, cada vez más, verlo en vivo es otro privilegio del dinero. Pero el nombre de Qatar quedará unido al que probablemente sea el evento más visto —a la distancia— de la historia. Si en la final de Moscú fuimos 1100 millones de personas haciendo lo mismo al mismo tiempo, esta vez quizá lleguemos a 1300 o 1400 porque, al fin y al cabo, 1000 millones de moscas nunca se equivocan.

No hay, supongo, por ahora, forma de no sentarse frente al televisor. Pero quizá, por lo menos, vale la pena saber —y pensar, recordar— lo que hay detrás de esas tribunas de colores. Aunque no sirva, en lo inmediato, para nada, algunos suponemos, todavía, que saber es mejor que no saber. Por si las moscas.

 

Martín Caparrós
Periodista y escritor. Su libro más reciente es Ñamérica.