Testigos, personal cercano al mandatario y fuentes oficiales reconstruyen el asesinato de Jovenel Moïse en su habitación y el saqueo de la residencia presidencial
A unos metros de la casa del presidente de Haití, Jovenel Moïse, un joven de 22 años, Eli Pledami, da vueltas en su camastro. Es miércoles 7 de julio, acaba de terminar el partido de la Copa América entre Colombia y Argentina y después de ver los penaltis no puede dormir. Hay muchos mosquitos tras algunos días de lluvia y tiene hambre.
Mientras Pledami da vueltas en la cama, un comando de 28 hombres blancos y armados avanza por Pelerin 5, una calle estrecha y asfaltada del barrio de Petion Ville, en uno de los cerros de Puerto Príncipe. Acaba de cerrar la ventana y solo escucha el ladrido de los perros en la espesa noche haitiana, más negra y profunda que ninguna otra, apenas iluminada por unas bombillas, cuando una voz con un megáfono irrumpe a gritos en la calle. “¡Esta es una operación de la DEA [agencia antidrogas de EE UU], no salga de casa! Repito, somos agentes de la DEA y si sale de casa recibirá un disparo!”, grita en inglés a los vecinos.
Los pocos valientes que se atreven a desobedecer graban agazapados con el teléfono móvil al comando: cinco vehículos, dos camionetas oscuras y tres pick up, que avanzan lentamente intercambiando instrucciones en inglés y en español. Caminan despacio, fuertemente armados y equipados con falsos chalecos de la agencia antidroga de Estados Unidos con las iniciales pintadas en amarillo.
Es la una de la madrugada y el grupo pasa por delante de una pintada callejera en la que se lee “Team Jovenel” hasta una de las viviendas del lado derecho donde vive el presidente de Haití. Se trata de una construcción sencilla de una planta con entrada para vehículos y peatones, describe a EL PAÍS uno de sus colaboradores, acostumbrado a despachar en la vivienda. Normalmente la seguridad del presidente la forman unos diez hombres que a esas horas de la noche suelen estar dormitando o jugando con el teléfono. “Lo menos parecido a una escolta profesional”, explica.
Una vez en la puerta el grupo de sicarios se divide. Una parte se queda en el exterior vigilando a los guardias —que están siendo interrogados por su posible complicidad en el asesinato—, y otros 10 tumban la puerta principal. Entran en la casa, avanzan por una sala, atraviesan un salón decorado con artesanías haitianas y siguen por el pasillo. En el camino encuentran a la criada, la amordazan y la encierran en una de las estancias. Los hombres siguen hasta la habitación del matrimonio Moïse y abren fuego a discreción.
“Comenzaron a oírse disparos sin parar, muchos. Parecía una guerra. Tenía tanto miedo que intenté meterme debajo de la cama”, recuerda a este periódico el asustado vecino. Consumado el crimen, el grupo comienza el saqueo: abre cajones, armarios y puertas de forma frenética buscando joyas y dinero. Siguiendo la escena, la hija del presidente, Jomarlie Moïse, escucha todo, pero ha logrado esconderse en el dormitorio de su hermano. En menos de media hora, a la 1.30, el comando abandona el lugar.
Cuando unas horas después, el juez Carl Henry Destin llega a la escena del crimen se encuentra al presidente fuera de la cama, con algunos huesos fracturados y pantalón de calle. Había intentado defenderse o tal vez salió mal el secuestro. “Estaba tirado con pantalón azul y una camiseta blanca manchada de sangre. Tenía la boca abierta y el ojo izquierdo sacado”, describió después el juez. El presidente Jovenel Moïse había recibido “un impacto de bala en la frente, dos en el pecho, tres en la cadera, uno en el abdomen…”, según el juez. En total, fueron 12 balazos de dos armas distintas, una pistola de 9 milímetros y otra de gran calibre. Junto a él, la primera dama, Martine Moïse, yace también ensangrentada después de recibir tiros en los brazos, en la mano y en el abdomen, pero aún está con vida. En menos de una hora, a las 2.30, está en un helicóptero y una hora después aterriza en Miami, donde está ingresada y se mantiene estable, aunque en estado crítico. En la puerta del domicilio queda una lluvia de casquillos de 5,56 y 7,62 milímetros, constata el juez. Con los primeros rayos de luz la noticia corre de boca a boca y el tenso amanecer del miércoles vacía las calles de Puerto Príncipe, una ciudad que necesita el caos callejero como el oxígeno para sobrevivir.
El magnicidio da paso a una disparatada huida de los sicarios, sin pies ni cabeza. Haití es uno de los 15 países del mundo que, a cambio de dinero y ayudas, como mascarillas para la covid-19, mantiene relaciones diplomáticas con Taiwán, prescindiendo de China. De los 28 sicarios que, según las autoridades, formaban el grupo, la mayoría colombianos, ocho eligen esa embajada para esconderse. La sede diplomática, a 2.000 metros cuesta abajo de la casa del presidente, está vacía, pero son delatados y capturados por la guardia de seguridad. Otros 11 se atrincheran en una vivienda cercana e intercambian durante horas disparos con la policía hasta que los agentes atacan por la parte trasera, matan a cuatro de ellos y detienen a otros siete, según testigos.
El jueves esa casa aparece carbonizada y frente a ella hay dos vehículos incendiados, evidencia de que el comando, formado por “sicarios profesionales altamente preparados”, o bien no preparó la huida o nada es como cuentan las autoridades. Otros dos colombianos más han estado a punto de ser linchados al grito de “mataron a nuestro presidente” mientras la turba zarandeaba los asustados sicarios. Los tres días de busca y captura terminan con siete mercenarios abatidos por la policía, 15 detenidos y otros seis huidos. El jueves, la policía presentó a los detenidos y exhibió las armas encontradas, sus pasaportes, el disco duro de la cámara de la casa y la chequera del presidente Moïse.
Colombia detalló después que los detenidos son exmilitares entre los que hay desde un teniente coronel a soldados rasos. La esposa de uno de los capturados, que se identificó como Yuli, dijo que su marido fue reclutado por una empresa de seguridad para viajar a República Dominicana el mes pasado. Según detalló a W Radio, Francisco Uribe fue contratado por 2.700 dólares mensuales por una empresa encargada de proteger a poderosas familias de República Dominicana. La última vez que habló con él, el miércoles a las diez de la noche, dijo que estaba de guardia en una casa donde él y otros se estaban quedando. “Al día siguiente me escribió un mensaje que sonó como una despedida”, dijo la mujer. “Estaban corriendo, habían sido atacados… Ese fue el último contacto que tuve”. Los dos haitianos de nacionalidad estadounidense declararon que solo servían de traductores para el grupo y que siempre creyeron que se trataba de secuestrar al presidente, pero no de matarlo.
Mientras tanto, en la calle, se cuece la sensación de que algo está a punto de pasar y que Haití se aboca al vacío de poder. El editorial del periódico Le Nouvelliste, el más antiguo del país, describía así el estado anímico de la nación más pobre de América: “Con la gravísima noticia, un manto de conmoción lo envolvió todo: personas, animales y cosas. Ni un sonido. Ni un llanto. Ni una lágrima. El clima no fue de expresiones fuertes ni dolor visible. Es el de un país que aguanta la respiración”.