EMEEQUIS.– Asesinan a ocho civiles en la Sierra de Guerrero.
Matan a dos en Tepito; se presume que eran narcomenudistas.
Tablean y dejan abandonado a un joven cerca de una iglesia en Santa Fe, Culiacán.
Ejecutan a una familia en Las Hilamas, Guanajuato; una estaba embarazada.
Asesinan a Axel Tiessen, destacado científico del Cinvestav.
Con esas noticias se terminaba el 19 de abril de 2010. Sobre una pila de cuerpos, aquel domingo se había erigido como el día más violento en la historia reciente del país. En el reporte diario de homicidios que hace el gobierno mexicano se contabilizaron 105 asesinatos, una cifra histórica nunca antes vista desde 1997.
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Pero en un país como México, que va de tragedia en tragedia, ese récord no duraría ni 24 horas. El día siguiente, el 20 de abril, se convertiría, ahora sí, en el día más violento de la historia de México: ahora serían 114 homicidios.
Así fue el día más rojo de nuestro país en lo que va del siglo.
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A las 07:18 de la mañana de ese lunes 20 de abril, el presidente Andrés Manuel López Obrador aparece en el templete del Salón Tesorería de Palacio Nacional para su conferencia matutina, más tarde que lo usual, porque se alargó su reunión con el gabinete de seguridad.
Días antes habían circulado en redes sociales imágenes de sicarios entregando despensas a nombre del Cártel de Sinaloa, Cártel Jalisco Nueva Generación, Cártel del Golfo, Cártel Santa Rosa de Lima y Los Zetas a damnificados por la crisis económica que ha generado la pandemia.
“Estamos atendiendo lo del coronavirus, pero desgraciadamente seguimos teniendo problemas con homicidios. Ni siquiera porque existe esta situación del coronavirus se han calmado, entonces que no vengan ahora a decir ‘estamos entregando despensas’, ¡mejor bájenle!”, exige el mandatario.
Pero los cárteles ese lunes no atenderán al presidente y su “mañanera”.
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Unos minutos después de que terminó la conferencia matutina del presidente, a las 09:30 de la mañana, vecinos de la calle Angostura en la colonia Campestre Murua, en la ciudad de Tijuana, encuentran un cadáver calcinado.
Está frente a un terreno baldío que colinda con el número 15791: en posición fetal, con la boca abierta, quemado desde la cabeza hasta las piernas, tan maltratado que solo una prueba genética podría revelar su identidad.
Dos horas después, en la misma ciudad fronteriza, otro cuerpo será hallado en el fraccionamiento Cañadas del Florido: un joven, de entre 20 y 25 años, que fue torturado y asesinado. Sus restos están abandonados junto a un bote de basura.
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A las 10 en punto, la cuenta en Twitter de la Guardia Nacional da cuenta de lo que están haciendo sus elementos, encargados de combatir al crimen organizado: reparten cubrebocas en el municipio de Cacalchén, Yucatán.
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El juez de paz en el municipio poblano Palmar de Bravo, Guadalupe Piletas, llega puntual a su cita de las 11 de la mañana con el presidente municipal Hilario Vicente Martínez y otros jueces para abordar un tema que los mantiene ocupados: el poder creciente de los huachicoleros en la zona y la pandemia.
Cuando la reunión termina, el juez de 35 años anuncia por teléfono su regreso a casa y sube a su camioneta, una Chevrloet S10. A los pocos minutos, hombres armados interrumpen su camino y le disparan con rifles de alto calibre.
Los vecinos de la colonia Flores de Soledad en Palmar del Bravo descubren su cuerpo dentro del vehículo: está recostado de su lado derecho y con el celular en la mano. Creen que murió intentando avisar a su familia que lo estaban emboscando.
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A las 3:30 de la tarde, Roberto, de 47 años, espera sobre la calle Antonio Díaz, en el municipio de Salinas Victoria, Nuevo León, a que abra el negocio de su cuñado para comprar el material de construcción necesario para reparar su taller mecánico.
Mientras aguarda, un vehículo se detiene a su lado y el copiloto saca por la ventanilla una arma calibre 9 milímetros. Roberto quiere correr, pero seis disparos avanzan más rápido que él y le impactan al instante.
Cuando elementos de la Fuerza Civil llegan hasta él en la colonia Emiliano Zapata, ya no hay nada que hacer: murió en los brazos de su hijo, quien estaba a su lado cuando le dispararon.
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Cerca de las 4 de la tarde, la secretaria de Gobierno, Olga Sánchez Cordero, y el director general del IMSS, Zoé Robledo, tienen una videoconferencia con gobernadores de Acción Nacional, en el cual “dialogaron sobre temas de interés estatal y nacional”.
Un día antes, Olga Sánchez Cordero estuvo muy ocupada en su oficina en Bucareli, al centro de la Ciudad de México, preparando un apercibimiento público contra Televisión Azteca por los dichos del conductor Javier Alatorre contra el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell.
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Un hombre y una mujer entran sin registrarse cerca de las 5 de la tarde al fraccionamiento Villa Fontana Acqua en Tlajomulco, Jalisco. No dejan sus credenciales ni dan sus nombres, porque van con el objetivo de matar a un inquilino del edificio 25C.
Cruzan la avenida principal de la residencial, ubican el edificio, suben al tercer piso y a patadas abren la puerta. Su víctima es sorprendida en la sala, tratando de entender quiénes son esas personas y por qué han entrado así a su casa.
Suenan disparos. Unos vecinos dicen que dos, otros que cinco. Cuando los paramédicos de la Cruz Verde llegan hasta la sala, salen tan rápido como entraron: no hay forma que alguien con tantos disparos en la cabeza, y con tanta sangre vuelta un charco, pueda sobrevivir.
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Alicia sabía que la querían asesinar. Una semana antes, durante una fiesta en la alcaldía Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México, un violento narcomenudista de la zona conocido como “El Bagui” le puso un arma en la cabeza y le dio un ultimátum: o se iba de la colonia Ejército de Oriente o la mataría.
La comerciante creía que podía arreglar ese problema. Solo necesitaría unos días más para encontrarle solución. Así que el lunes se queda en su casa, con su hijo Sócrates, a buscar una salida a ese enredo. En algún momento de la tarde, les da hambre y madre e hijo salen a comprar pan y leche.
Mientras Alicia elige las piezas de pan dulce, un estruendo la estremece. Corre a la calle José Rodríguez, donde Sócrates la espera al volante en el auto blanco de la familia. Y ahí lo encuentra: a su hijo lo acababan de asesinar con 15 disparos.
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El subsecretario Hugo López Gatell aparece, como todos los días, en el Palacio Nacional para su conferencia vespertina. “La misa de 7”, le llaman. Hay un anuncio especial: por primera vez, América supera a Europa en los casos confirmados del nuevo coronavirus.
Luego, López Gatell hace el recuento acostumbrado: a los muertos por la violencia, México debe sumar 26 nuevos fallecimientos por Covid-19 para un total de 712 fallecidos y 2 mil 965 casos activos.
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A las 7:20 de la noche, tres tiros sobresaltan a los vecinos de la calle Obregón, en la colonia Centro, de Temixco, Morelos. Los valientes que salen a calle en este municipio, donde lo más habitual es cerrar los ojos y la boca cuando suenan balazos, ven a un hombre tendido cerca del mercado.
Tiene unos 35 años, zapatos negros, pantalón de mezclilla y una playera roja que se hace guinda a medida que la sangre le sale a borbotones.
El homicidio causa el enojo de un vecino: el cuerpo ha quedado tan cerca de su negocio, una mueblería, que tendrá que cerrar una hora más temprano, porque ningún cliente querrá comprar un sillón, mientras ve un cadáver sangrante tirado en la calle.
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Rafael Ojeda, titular de la Secretaría de Marina, pasa la noche revisando el discurso que dará al día siguiente para los cadetes de primer año de la Universidad Naval.
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Un hombre esconde un arma corta debajo de su camisa, mientras espera de pie en una esquina del parque de la avenida Las Margaritas en Cancún, Quintana Roo. Lleva todo el día buscando por la Región 259 del Caribe mexicano a ese hombre que debe asesinar antes de la medianoche.
Cerca de las 9 de la noche, lo observa salir de unas oficinas. Lo sigue hasta que Pedro, chofer de 36 años, se sienta en una banca del parque a fumar un cigarro. Entonces, el sicario le dispara en seis ocasiones y huye.
Su esposa, embarazada, recordará horas más tarde que un hombre tenebroso tocó a su puerta por la tarde y preguntó por Pedro. Ella, sin saber que era un pistolero, le dio la dirección de su trabajo.
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Cinco minutos antes de que acabe el lunes 20 de junio, un comando armado ataca a tiros a un grupo de hombres reunidos en la calle Benito Juárez de la colonia Apatzingán en Irapuato, Guanajuato.
Cuatro de ellos alcanzan a perderse en la oscuridad, pero uno trastabilla al intentar huir y cae cerca de un vehículo pequeño, azul, que sirve como paredón a los pistoleros.
Los sicarios le disparan en varias ocasiones y alcanzan a dejar sobre su cuerpo un mensaje cuyo contenido textual no fue revelado por la policía local. Sólo dijeron a la prensa que se trata de un episodio más en la guerra por el Bajío.
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El día termina y las actividades en el día más violento en la historia del país de Alfonso Durazo, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, son privadas. En Twitter no registra otra actividad que no sea un retuit a la conferencia matutina de su jefe, el presidente.
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Al día siguiente aparece un nuevo reporte diario de homicidios elaborado por el gobierno mexicano: 114 homicidios, de los cuales 16 ocurrieron en Guanajuato.
Jalisco y Michoacán registraron, ambos, 11. Guerrero y el Estado de México tuvieron 9 cada uno. En Sonora hubo 7. Y Baja California, Chihuahua y Puebla empataron con 5. Veracruz, Sinaloa y Ciudad de México contaron 4 asesinatos en cada entidad. Zacatecas, Colima y Oaxaca, 3. Coahuila, Nuevo León, Quintana Roo y Tabasco, 2. Y uno en Baja California, Chiapas, Hidalgo, y Tamaulipas.
Y, de nuevo, a contar los homicidios nuestros de cada día.
@oscarbalmen