El blanqueo de dinero es el talón de Aquiles de Putin

Por: Admin

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El arma más poderosa es la de perseguir las fortunas de los oligarcas en el extranjero, que suponen el 85% del PIB del país

PAUL KRUGMAN

 

Estados Unidos y sus aliados no van a intervenir con fuerzas propias contra la invasión de Ucrania por parte de Vladímir Putin. Dejaré que otros con experiencia en la materia hagan conjeturas sobre si vamos a mandar más armas al Gobierno ucranio o, en caso de que el ataque ruso logre rápidamente su objetivo, ayudaremos a armar a la resistencia ucrania.

Sin embargo, la respuesta de Occidente a la brutal agresión de Putin consistirá principalmente en sanciones financieras y económicas. ¿Hasta qué punto pueden ser efectivas estas sanciones? La respuesta es que pueden serlo mucho si Occidente muestra la voluntad de asumir su propia corrupción y está dispuesto a hacerlo.

Según criterios convencionales, el régimen de Putin no parece muy vulnerable, al menos a corto plazo. Es cierto que Rusia acabará pagando un alto precio. No habrá más acuerdos sobre gasoductos ni apenas inversiones extranjeras directas. Al fin y al cabo, ¿quién va a querer establecer compromisos duraderos con un país cuya jefatura autocrática ha mostrado un desprecio tan temerario por el Estado de derecho? Pero estas consecuencias de la agresión de Putin tardarán años en hacerse visibles. Y en cuanto a las sanciones comerciales, parece que el margen es limitado. De esto podemos y debemos culpar a Europa, que tiene muchas más relaciones comerciales con Rusia que Estados Unidos.

Por desgracia, los europeos se han permitido inútilmente llegar a ser enormemente dependientes de las importaciones de gas natural ruso. Esto significa que, en el caso de que intentaran cortar por completo las exportaciones rusas, se impondrían a sí mismos escasez y precios altísimos. Si la provocación alcanza un nivel suficiente, podrían llegar a hacerlo; las modernas economías avanzadas pueden ser increíblemente resilientes en tiempos de necesidad.

Pero es probable que ni siquiera la invasión de Ucrania baste para persuadir a Europa para que haga esa clase de sacrificios. Resulta revelador, y no en el buen sentido, que Italia quiera que los artículos de lujo —que a la élite rusa le encanta comprar— se excluyan del paquete de sanciones.

Las sanciones financieras, que reducirían la capacidad de Rusia de reunir y mover dinero en el extranjero, son más fáciles de aplicar, y de hecho, el jueves el presidente Biden anunció que tomaría medidas enérgicas contra los bancos rusos. Pero los efectos serán limitados a menos que Rusia sea excluida de Swift, el sistema de pagos interbancarios con sede en Bélgica. Y la exclusión de Swift podría significar a efectos prácticos la interrupción del suministro de gas ruso, lo cual nos devuelve al problema de la vulnerabilidad autoinfligida de Europa.

Pero las democracias avanzadas del mundo cuentan con otra poderosa arma financiera frente al régimen de Putin, si están dispuestas a utilizarla: pueden perseguir las inmensas fortunas en el extranjero de los oligarcas que rodean a Putin y le ayudan a seguir en el poder.

Todo el mundo ha oído hablar de los gigantescos yates de estos personajes, de sus franquicias deportivas y de sus increíblemente caras residencias en múltiples países. En Gran Bretaña hay tanto dinero ruso a la vista de todos que algunos hablan de Londongrado. Y no son historias aisladas.

Filip Novokment, Thomas Piketty y Grabriel Zucman han señalado que Rusia ha registrado enormes superávits comerciales cada año desde principios de la década de 1990, lo cual debería haber dado lugar a una gran acumulación de activos en el extranjero. Sin embargo, según las estadísticas oficiales, los activos de Rusia fuera de sus fronteras solo superan moderadamente al pasivo. ¿Cómo es posible? La explicación obvia es que los rusos ricos han ido llevándose cuantiosas sumas y depositándolas en otros países.

Las cifras en cuestión son alucinantes. Novokment y coautores calculan que, en 2015, las fortunas ocultas en el extranjero de los rusos ricos equivalían a alrededor del 85% del PIB de su país. Para poner las cosas en perspectiva, es como si los amiguetes de un presidente estadounidense se las hubieran ingeniado para ocultar 20 billones de dólares en cuentas en el extranjero. Otro artículo cofirmado por Zucman descubrió que, en Rusia, “la gran mayoría de las principales fortunas están depositadas en el extranjero”. Por lo que yo sé, la visibilidad de la élite rusa en el exterior no tiene precedentes en la historia, y crea una enorme vulnerabilidad que Occidente puede explotar.

Ahora bien, ¿pueden los gobiernos democráticos perseguir estos activos? Sí. Tal como yo lo veo, la base legal ya existe, por ejemplo, en la Ley para Contrarrestar a los Adversarios de Estados Unidos mediante Sanciones, y también la capacidad técnica. De hecho, Gran Bretaña congeló los activos de tres prominentes compinches de Putin a principios de esta semana, y podría dar el mismo trato a otros muchos.

Así pues, tenemos los medios para someter a una enorme presión financiera al régimen de Putin (y no a la economía rusa), pero, ¿estamos dispuestos a hacerlo? Esta es la pregunta del billón de rublos. En este punto se presentan dos hechos incómodos. El primero es que hay bastantes personas influyentes, tanto en los negocios como en la política, que comparten profundos enredos financieros con los cleptócratas rusos. Esto es especialmente cierto en Gran Bretaña. El segundo es que será difícil perseguir el dinero ruso blanqueado sin complicarles la vida a todos los que practican el blanqueo, sean de donde sean. Y si bien los plutócratas rusos pueden ser los campeones del mundo en este deporte, desde luego no son los únicos: los megarricos de todo el planeta tienen dinero escondido en cuentas en el extranjero.

Lo que esto significa es que adoptar medidas eficaces contra el punto más débil de Putin exigiría enfrentarse a la propia corrupción de Occidente y derrotarla. ¿Puede el mundo democrático estar a la altura de este desafío? Lo veremos en los próximos meses.

 

 

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2022.